Álvaro Uribe Vélez ex presidente de Colombia ha logrado salir airoso de
todas las acusaciones que en su contra han formulado la oposición, los
representantes de organizaciones defensoras de derechos humanos
(nacionales y extranjeras), sindicalistas, líderes indígenas y de otras
minorías nacionales, estudiantes y activistas populares del más amplio
espectro, sin excluir a periodistas e intelectuales, personalidades del
mismo sistema y en ocasiones hasta gentes de sus propias filas,
desengañadas o sencillamente abrumadas ante el cúmulo de escándalos de
corrupción administrativa, nepotismo generalizado (empezando por los
hijos del presidente), despilfarro y sobre todo unas relaciones nunca
suficientemente aclaradas con los grupos del paramilitarismo, ellos
mismos manifiesta y públicamente fervorosos partidarios del ex
presidente.
El autoritarismo acusado del
primer mandatario fué saludado por la prensa local como una “necesidad
ante el caos” y sus permanentes arranques de histeria y malos modos -que
contrastan agudamente con la tradición mojigata de la burguesía
bogotana (núcleo central de la clase dominante del país)- han sido
vistos como expresión de “entereza”, algo que en realidad no es más que
grosería, probables desarreglos de personalidad y en el mejor de los
casos una caricatura tropical del “macho ibérico”.
Álvaro Uribe
Vélez contó igualmente con el apoyo sin fisuras de la prensa
internacional, del gobierno estadounidense y de sus aliados de la Unión
Europea, que todos a una hicieron la vista gorda ante las múltiples
violaciones de derechos humanos fruto de su política de “seguridad
democrática”. Era el gesto agradecido de gobiernos y empresas
beneficiados por un régimen de inversiones que más bien parece un
derecho de saqueo de los recursos del país. Uribe les ofreció, entre
otras ventajas, una mano de obra barata, sometida al terror y sin
derecho laboral alguno, sindicalistas convenientemente acallados,
exiliados o eliminados físicamente y todo ello con la finalidad de
garantizar la llamada “confianza inversionista”. Hasta Washington,
supuestamente tan celoso de perseguir el tráfico de drogas “olvidó” los
informes de sus propias agencias de espionaje sobre los vínculos del
personaje y su familia con el siniestro entramado del narcotráfico
colombiano y en particular con el cártel de Medellín y su figura más
emblemática, Pablo Escobar Gaviria. En efecto, la misma DEA lo incluyó
en la lista de los principales personajes del negocio de las drogas en
Colombia, una acusación nunca aclarada y que se desvió discretamente del
debate público por las evidentes ventajas que les supone a unos y
otros.
Hasta ahora las cosas le iban bien y, fuera ya de la Casa
de Nariño (sede oficial de la presidencia) Uribe desarrolla de forma
inmediata una febril actividad para convertirse en un poder real detrás
del trono de Juan Manuel Santos, el sucesor que el mismo propició cuando
se frustraron sus intentos de gobernar por tercera vez. Pero de repente
las cosas cambian y aquello que parecía controlado -el escándalo de las
actividades ilegales de la policía secreta durante su gobierno- empieza
enlodando a sus más inmediatos colaboradores y termina por colocarlo a
él mismo como el más obvio responsable de las mismas. Se ha producido
entonces una verdadera desbandada (nunca mejor dicho) en las filas del
uribismo y el número de leales a toda prueba se reduce día a día.
Es
probable que sus desavenencias con un sector decisivo del poder
judicial (Uribe intentó someter a este cuerpo de la misma forma en que
consiguió un dominio completo del poder legislativo) hayan propiciado
que el escándalo de la policía secreta -DAS- dependiente directamente de
presidencia, no se archivara como tantos otros casos y coloquen hoy al
ex mandatario en una situación de impredecible evolución que podría
llevarlo al banquillo de los acusados.
En realidad, las
actividades ilegales del DAS son de vieja data y jamás ocurrió nada.
Esta vez, sin embargo y para desgracia de Uribe y sus muchachos, un
conjunto de circunstancias obran en su contra. En efecto, desde siempre
las andanzas del servicio secreto han sido denunciadas reiteradamente
por las fuerzas de izquierda y las personas progresistas que han sido
víctimas de sus abusos. Y si se analiza desapasionadamente el caso, el
espionaje evidentemente ordenado desde la casa presidencial es mucho
menos grave que las otras actuaciones de la policía secreta, involucrada
en atentados, desapariciones, asesinatos, provocaciones, la permanente
violación de los derechos de miles de ciudadanos y las actividades de
seguimiento y espionaje en el extranjero en abierta violación de las
normas del derecho internacional. Pero las famosas “chuzadas”
(interceptaciones telefónicas y grabaciones ilegales) han afectado esta
vez al núcleo mismo del poder judicial, a los guardianes de la
constitución y las leyes con quienes Uribe ha tenido un conflicto
permanente a lo largo de sus ocho años de gobierno. Ante las abrumadoras
evidencias y ante la convicción cada vez más generalizada de que tal
entramado de acciones ilegales no podían producirse sin la orden expresa
del presidente, se produce entonces una cascada de confesiones y
deserciones de los implicados que, directa o indirectamente apuntan el
dedo acusador hacia quien se va conformando como el jefe máximo de la
trama: Álvaro Uribe Vélez.
Por supuesto, también parecen existir
otras razones para entender por qué alguien que hasta ayer gozaba de un
apoyo casi absoluto del sistema se vea hoy ante el riesgo de ser
sometido a la justicia como responsable de una empresa criminal. Para
quienes están convencidos de la naturaleza democrática del régimen
colombiano, el juicio contra los responsables del espionaje del DAS -y
con mayor motivo si el mismo Uribe Vélez resulta encausado- constituye
la mejor prueba de la fortaleza del sistema y de la vigencia del estado
de derecho. Pero para un observador más suspicaz, todo el asunto puede
tener una explicación menos feliz que supone que todo está siendo
utilizado por quienes tienen realmente el poder en Colombia para
deshacerse de un personaje incómodo que se empeña en seguir gobernando
desde las sombras, y de paso, permitir al nuevo presidente inaugurar una
nueva etapa que manteniendo las líneas básicas de la política actual
supere los problemas de imagen que sin duda afectan al país y están
todos, estrechamente vinculados a Álvaro Uribe Vélez y su equipo de
gobierno.
Alguien como él que en su momento dado resultó útil
tanto a la clase dominante local como a las estrategias continentales de
los Estados Unidos y sus aliados, sería ahora un peso muerto, un
estorbo que es necesario eliminar.
En el plano nacional Uribe
intenta reorganizar sus huestes y medir sus fuerzas con las nuevas
autoridades, no tanto porque éstas vayan a “traicionar su legado” sino
porque dados los problemas de todo orden que arrastra el ex presidente y
de los cuales parece no estar ya en capacidad de deshacerse, se ha
convertido en un problema molesto que en indispensable superar. En el
plano internacional el ex presidente busca fortalecer sus alianzas con
lo más granado de la ultraderecha continental y se pasea por Honduras y
Panamá, recibiendo honores, apoyos y condecoraciones. Sin embargo, esos
dos “dechados de democracia” apenas cuentan, por lo que de complicarse
las cosas, no le quedarían como recurso salvador sino la intervención a
su favor de la derecha más dura del Pentágono. El ex presidente debería
recordar que los Estados Unidos no tienen amigos sino intereses y que
como un Fujimori cualquiera -para no mencionar al Noriega del Panamá de
sus amores- Washington sacrifica “aliados” sin miramientos cuando le
resulta necesario. Así paga el diablo a quien bien le sirve.
Pero,
a juzgar por los antecedentes de la justicia colombiana bien puede
ocurrir que tras un engorroso proceso y aún condenado, Uribe Vélez jamás
pague por sus crímenes. El pueblo colombiano lo sabe por experiencia:
“la ley es pa´ los de ruana”, es decir, solo se aplica realmente a los
humildes.
Fuente, vìa :
http://www.argenpress.info/2010/12/uribe-y-sus-muchachos.html
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