A r n o l d o K r a u s | |||||
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Sinónimo de muerte y de nada, el vacío es el negativo de una presencia: el hueco que nos dejan los muertos, los recuerdos, el olvido. Con pasión de científico y precisión literaria, Arnoldo Kraus explora esta noción más allá de los conceptos y de los intentos por domesticarla.
La idea del vacío
agobia. Nada más complejo que aceptar que después "de algo", "no existe
nada". "Algo", entre comillas, "nada", entre comillas. Como muchas
veces la vida. Como nunca la muerte. Las comillas no mitigan la
realidad ni distorsionan la existencia. Suavizan y matizan. Permiten
parar y retroceder, mirar y mirarse, borrar y regresar. Como muchas
veces la vida. Como en ocasiones la muerte.
La idea del vacío
agobia. No en balde la idea de Dios, la omnipresencia de las
religiones, la tendencia a acumular objetos y la insoportable
insonoridad del silencio. No fue la serendipia la que inventó las
tumbas: fue la necesidad de los seres humanos la que cavó la tierra
para depositar a sus deudos y asegurarse que ahí están, que ahí siguen.
Que aunque muertos, su infinito pernoctar es una manera de hacer menos
vacío el vacío. Que aunque sus cuerpos ya no sigan labrando los bordes
del mundo, el tejido de la existencia seguirá aguardando hilos, agujas
y tiempo.
El vacío inquieta
porque no se sabe ni cuándo ni dónde finaliza si acaso es que termina;
incomoda, porque antes de ser vacío era un espacio ocupado por deseos,
sentimientos, objetos, personas o cualquier seña que se relacione con
los significados de ser humano; atemoriza, ya que, a diferencia del déjà vu, el jamais vu,
suele contener el temor de lo desconocido. El vacío se relaciona con
el desasosiego: a pesar de que carece de sustancia y de límites, es, en
sí mismo, una zona, difícil de definir, con fronteras difusas, pero,
finalmente, aunque no tenga contenido, es un lugar; quienes lo habitan
tienen conciencia de él, de su existencia, de sus paredes, del viento
que entra para después salir, de su nombre y del dolor implícito en su
realidad. Aunque no lo deseen, tienen que estar en él. El binomio
vida-muerte es un buen ejemplo de algunos de los significados del
vacío.
La pérdida de la
vida es sinónimo de muerte y de una etapa no conocida. La muerte
implica el final de muchas historias y el principio de nuevas etapas
(malas o buenas). En Esta salvaje oscuridad, Harold Brodkey,
quien contrajo el síndrome de inmunodeficiencia adquirida cuando los
fármacos eran insuficientes para postergar, por "mucho tiempo" la
muerte, escribió:
Quizá, la eliminación,
la incapacidad de amar y la certeza de que algo se cierra, a las que
Brodkey se refiere, sean su forma de contemplar el vacío. O bien, como
escribí en una vieja historia clínica, el hueco, el de Brodkey y todos
los huecos, sea ese silencio que perciben algunos enfermos cuando el pathos avanza sin parar, sin tocar, sin detenerse, y que, en muchas ocasiones, impide reamueblar la conciencia.
Para el muerto, perogrullo dixit,
su muerte ya no es problema. El problema es de los vivos, de quienes
se quedan, de quienes viven, con razón, o sin ella, la muerte como
vacío. De ahí que la mayoría de los deudos deban reacomodar sus vidas y
reordenar los muebles de su historia y los peldaños de su alma.
Cavilar, y trabajar en las implicaciones y en los límites del vacío es fundamental; la construcción de nuevos escenarios de vida se basa en la comprensión de las pérdidas. El tránsito hacia la inexistencia de los seres queridos hace que la ausencia horade los muros de esa nueva vida, de la vida nueva ahora definida por la pérdida, por la ausencia. Aunque ni la obviedad, ni el dolor, ni la aceptación de la muerte impliquen que sea fácil cohabitar con el vacío, la reflexión puede atenuar las heridas de ese nuevo espacio, de ese, con frecuencia, inasible modo de estar en la vida.
Los muertos se llevan
fragmentos y, en ocasiones, la totalidad de la libido de los deudos; se
llevan pedazos de sus vidas, respiros de la existencia de quienes se
quedan y escenas de historias irrepetibles. Se llevan trozos
imprescindibles de la memoria, algunas sutilezas de las miradas que se
imprimieron en el cuerpo y en la vida y que ya nunca regresarán. El
vacío se apersona en la suma de esos quebrantos.
Me repito: con la
muerte finaliza la vida y se inicia el vacío. La ausencia lacera y en
ocasiones paraliza. Los muertos no regresan. No habitan más sus casas ni
visten más sus ropas. No hablan, no miran, no oyen. Tras el deceso,
los muertos, se llevan con ellos la escucha, esa zona tan prodigiosa
que existe sólo en algunas almas y que cuando se acaba hace que el
vacío se convierta en una vivencia muy dolorosa. La falta de escucha es
uno de los sinónimos más acres del vacío.
Los muertos no
retornan. Perviven en la memoria y en el deseo de quienes los
conocieron. Están sin estar a pesar de las plegarias y de los ruegos.
Queda la tumba, la imagen del vivomuerto, el pasado
inaprensible. Ausencia, dolor y hueco se mezclan en el mismo tiempo.
Esas vivencias se entrecruzan en muchos caminos. Hilan historias que
devienen tristezas, memorias que profundizan el vacío, recuerdos que
ahondan heridas; frente a la muerte, el recuerdo de un recuerdo achica
el poder de la razón y mengua el cobijo de las palabras. Dependiendo de
la magnitud del vacío, la necesidad de los vivos hacia el fenecido
puede incrementarse.
El recuerdo se convierte en un espacio dual. Sus entresijos son vida, pero, también dolor. En la tierra del dolor, Alphonse Daudet, quien a los diecisiete años contrajo sífilis, escribió:
El recuerdo permite
luchar con el vacío y hablar; en ocasiones aminora la supuración de
las llagas, otras veces, incrementa su profundidad. El recuerdo carece
de reglas: algunos viven gracias a él, otros mueren por él. La memoria,
alma y morada del recuerdo, reconstruye los tiempos viejos, las casas
edificadas y derruidas, los encuentros y los desencuentros, los dolores y
las alegrías, lo que fue y lo que no fue. Tiene dos caminos: recrea la
vida y revive las pérdidas.
No es posible
negociar ni con el recuerdo, ni con la memoria. Son parte inconsciente
de la existencia. Las remembranzas suelen regresar y hablar,
inadvertidamente, sin la participación de la voluntad, sin que se pueda
decidir qué es lo que debe edificarse y qué es lo que no se desea
cimentar, sin que sea posible elegir, motu proprio, qué es lo
que más conviene. Los deudos no tienen la capacidad de determinar
cuáles son las facultades de "lo que puede y debe" y "de lo que no
puede y no debe" el recuerdo. El recuerdo es autónomo: habla cuando las
evocaciones del alma lo tocan y calla cuando el alter ego
toma las riendas de la vida. Vivifica y mata. En ocasiones, ni vivifica
ni mata: succiona la sangre y consume el aire. No vive de palabras
escritas, vive de palabras sin letras.
Sólo cuando el cadáver llega a su última morada la muerte se convierte "realmente" en muerte y el vacío en vacío.
Fuente, vìa :
http://www.revistadelauniversidad.unam.mx/4307/kraus/43kraus.html |
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