martes, 2 de noviembre de 2010

Cultura : Relectura de un clown Ricardo Yáñez. He leído de nuevo, casi como si no lo hubiese hecho antes, Opiniones de un payaso, de Heinrich Böll, pero la sensación sigue siendo la misma, una especie de estado poético inducido, constante, real.


Relectura de
un clown
Ricardo Yáñez
Alguna vez escuché a Cortázar leer una conferencia, de las tan socorridas en los setenta, sobre literatura y compromiso. Al tiempo que se disculpaba por hacerlo (“pero por algo soy escritor”), sacó del bolsillo interior de su saco unas cuartillas que desplegó y, tras ajustarse las gafas, leyó. ¿Qué? No recuerdo. Pero sí que a media conferencia me sobresaltó darme cuenta de que todo lo leído lo estaba de alguna manera conversando con nosotros (éramos multitud), que en rigor –desde mi ángulo auditivo– no estaba leyendo, hablaba, para nosotros hablaba. Apresuremos una especie de aforismo: no recuerdo qué dijo, no olvido qué me dijo.
Cuento esto porque invitado a reencontrarme con algunos retazos de la escritura de Heinrich Böll, se me vino a la mente sobre todo un relato: el de un tío que llega de visita a casa de ciertos parientes acomodados con los que se queda a vivir más que un buen tiempo sin nada que hacer, hasta que la familia viene a menos y con toda la pena le dicen que ya no lo pueden mantener, que debe trabajar; él, ni tardo ni perezoso, se encarga no sólo de que el barco no se vaya a pique, sino de la recuperación y pronto franca prosperidad de sus allegados. En segundo lugar, aunque con mayor fuerza, pensé en las Opiniones de un payaso (o clown, según reza el título original), libro que he recomendado muchas veces y por milagro no he prestado, pues los libros que más me gustan tienden, mea culpa, a alojarse en estantes fuera de mi campo visual.
La sensación que su lectura me dejó desde hace alrededor de tres décadas es una sensación, paradójicamente, en extremo específica y a la par muy difusa. Un mimo, decía yo (no es propiamente mimo el personaje), terriblemente enamorado de una católica de nombre María, que –un tanto ridículamente– lo abandona; un mimo no creyente que se divierte mucho y al final queda solo. En cuanto a imágenes concretas, sólo retenía la ráfaga del inicio, que ciertamente arrastra.
Me eché un clavado en mi desorden librario y rescaté la edición que de las Opiniones distribuyeron Origen y Planeta a mediados de los ochenta en los puestos de periódicos. No puede ser, me dije, no me gusta, y está avalada por Seix Barral, debe pues ser la misma traducción que leí hace años (número 79 de las Ediciones de Bolsillo de Barral). No era. Será cuestión de apego, pero la de Alfonsina Janés siento que no pierde el hilo vocal del narrador; nos mantiene, puede decirse, pendientes de ese hilo. No sé nada de alemán, mas para el español creo tener oído. Y mi imaginación, espero, no puede andar tan mal afinada como para no darme cuenta de cuándo alguien está contándome una historia o nada más (me reprendo por esta impertinencia) traduciéndola.
Acá dos cosas, tres. Resulta cautivador que el relato, en primera persona, lo haga alguien cuyo trabajo no son las palabras, sino la gestualidad, los ademanes, la expresión corporal. Como si ello abriera más al lector a la escucha, lo mantuviera relajadamente atento a esa habla tan a la vez suelta y consciente de sí. Por otra parte, de caso hacer a mi querido maestro Arturo Rivas Sáinz, quizá no estemos propiamente ante una novela, sino ante un cuento largo, ya que prácticamente sólo hay un personaje principal, un “héroe”, cuya contraparte también principal, María, o Marie, pronto se desvanece, se vuelve ausencia, imagen; y según lo que se nos cuenta en realidad, al menos externamente, no cambia. El tercer punto tiene que ver con el tiempo libre. Los artistas no tienen tiempo libre, asevera Hans Schnier (ya era tiempo de nombrarlo) y, cito de memoria y por tanto probablemente mal, quienes tienen tiempo libre para hablar de arte lo más seguro es que artistas no sean. Diletantes quizá, aficionados tal vez; no artistas: “En esos dos, tres y hasta cinco minutos en que el artista se olvida del arte, una persona aficionada al arte empieza a hablar de Van Gogh, Kafka, Chaplin o Beckett”, ironiza o se queja el clown.
Opiniones de un payaso reaparece ante mi vista como un libro no tan insólitamente melancólico como divertido como serio. “A mí las cosas tienen que divertirme, de lo contrario me pongo enfermo”, confía o confiesa el narrador que ochenta y siete páginas después comentará: “Todos saben que un payaso para ser bueno tiene que ser melancólico, claro, pero no se les ocurre que para él la melancolía es un asunto muy serio.”
¿Fácil, no? Mas en su “Ensayo sobre la razón de la poesía”, Böll inquiere: “¿Cómo explicar la vida, la encarnación, las personas, los destinos y actos que surgen de algo tan lívido como un papel, en donde se unen, de una manera no explicada hasta la fecha, la imaginación del autor y la del lector…, cuando uno deviene el otro borrándose de pronto todas las diferencias?” Hay que resignarse al hecho de que siempre “quedará un resto, llámese lo inexplicable, llámese lo secreto. Por muy pequeño que sea siempre quedará un territorio en el cual nuestra razón no penetra porque tropieza con la razón de la poesía y de la imaginación, una razón que no nos ha sido explicada hasta ahora y cuya corporeidad es tan incomprensible”. Y hay además que resignarse al hecho de que “no puede haber una pintura o una música perfectas, pues [de antemano] ninguna ha podido ver el cuerpo a que aspira”. De allí esa sensación de extrañamiento que el arte, ese raro lenguaje, precipita en nosotros. De allí la sorpresa, el asombro, la maravilla.
Pero también ese como vacío, esa como terra ignota que genera en nosotros.
La palabra “nada” aparece significativamente como asperjada en diversas zonas del relato. Pongamos dos ejemplos. Cuando un vividor alojado como poeta en la casa Schnier abandona para siempre su habitación, la familia, atónita, sólo encuentra papelitos con esas cuatro letras repetidas… Y cuando Hans compara su dormir sin soñar con las ausencias repentinas en que Henriette, su hermana, que morirá tempranamente en la guerra, deja caer la raqueta, la cuchara o arroja las cartas al fuego pensando, como ella misma afirma, “en nada”.
Siento, de allí el comienzo de esta nota, que la comunicación profunda tiene más de sensación que de información; una sensación acaso “inexplicable, secreta”, lo incalculable, por mínimo que sea, de la poesía. Y siento que de eso, no de sueños, estamos hechos. He leído de nuevo, casi como si no lo hubiese hecho antes, Opiniones de un payaso, de Heinrich Böll, pero la sensación sigue siendo la misma, una especie de estado poético inducido, constante, real.
Fuente, vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2010/10/31/sem-ricardo.html

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