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A Antonio Solito In memoriam
Las más recónditas regiones del cerebro no
son indiferentes al arte de bien combinar
los sonidos y el tiempo. Los efectos de la
música en el estado de ánimo se han reconocido
desde hace mucho tiempo, a tal grado que no pocas personas y psicoterapeutas
se toman ahora más en serio que nunca
las virtudes de la musicoterapia. Pero el
libro de Oliver Sacks, Musicophilia (historias
sobre el cerebro y la música) que estará
a la venta en Nueva York a partir de noviembre,
no se detiene en este uso actual de la
música. Se refiere más bien a ciertos casos
en los que la víctima de un accidente, con
lesión en cierta parte del cerebro, cambia
su actitud ante la música.
Y se puede entender muy bien esta observación
del escritor neurólogo Oliver Sacks,
el mismo que firma los ya célebres libros
como Migraña, Un antropólogo en Marteo El
hombre que confundió a su mujer con un sombrero. Basta hacer memoria y traer a la conversación
con nuestro desocupado y atento
lector la experiencia o la relación que uno ha
tenido con la música. A mí me ha parecido
que en mi segunda década de estancia en este
mundo, hacia los catorce años, cuando iba a
terminar la secundaria, yo tenía una mayor
sensibilidad ante la música. En el verano de
1954 en Tijuana, mientras transcurrían apaciblemente
julio y agosto, yo me encerraba
en mi cuarto a escuchar una composición de
Schubert que ha sido la banda sonora de mi
vida: Rosamunda. Había yo comprado unas
bocinas en una tienda de San Diego. Me coloqué
en medio de las dos bocinas, que quedaron
a ambos lados de la cama, y nunca como
entonces he vuelto a sentir una emoción tan
fuerte con la música.Nunca más, en el resto
de mi vida.
Viví muchos años no indiferente pero sí
muy poco apasionado respecto a la música.
Sin embargo, por no sé qué razón concreta,
hará unos cinco que empecé a enamorarme
de todas las sonatas de Mozart y de Schubert.
Tanto que actualmente vivo entre dos muj
eres pianistas y aún no sé por cuál decidirme:
la portuguesa Maria Joâo Pires y la japonesa
Mitsuko Uchida. No hay día en que
no oiga algunas de las sonatas de Schubert
y los impromptus, interpretados por esas
dos damas virtuosas.
La primera historia que relata Oliver
Sacks es la de un cirujano ortopedista, Tony
Cicoria, que pasaba un día de campo con
su familia. De pronto, se acercó a una cabin
a telefónica, una tarde de 1994, en algún
pueblo del estado de Nueva York, y le cayó
un rayo. Apenas vio el relámpago cuando
ya estaba saliendo disparado hacia atrás.
Cicoria creyó que estaba muerto, pero
el dolor le indicó lo contrario: sólo los cuerpos
vivos sienten dolor.
—Estoy bien —le dijo a la enfermera de
cuidados intensivos—. Soy médico.
—Pues hace unos minutos no estaba nada bien.
Luego fue a ver a un
neurólogo porque se
sentía lento y débil y con problemas de memoria.
Se le olvidaban los nombres de personas
que conocía. Se hizo unas pruebas y nada
parecía fuera de lugar. Semanas después volvió
a su trabajo. Tenía aún ciertas fallas de
memoria pero sus habilidades quirúrgicas estaban
mejor que nunca. Volvió, pues a la normalidad,
pero poco a poco empezó a sentir
un insaciable deseo de escuchar música de
piano. Y eso no tenía nada que ver con su personalidad
de antes del traumático rayo. Empezó entonces a comprar
discos y se obsesionó con una grabación del pianista Vladimir
Ashkenazy, unas piezas de Chopin: “Viento
de invierno”, una polonesa y “Teclas negras”.
Se moría de ganas de tocarlas.
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La música se le metió en la cabeza. Soñaba
con música. Se compró un piano y se puso a
estudiar formalmente música. No sólo estaba
inspirado. Estaba poseído por la música. Empezó también a interesarse en leer libros. Leyó
sobre experiencias de cercanía con la muerte
y sobre relámpagos. Seguía trabajando como
cirujano, pero su cabeza y su corazón estaban
en la música. Se divorció en 2004 y tuvo un
accidente de motocicleta, pero nunca perdió
su pasión por la música. El rayo le cambió su
sensibilidad.
Y es que la música nos puede llevar a profundas
emociones. Nos puede persuadir para
comprar algo o hacernos recordar a nuestro
primer amor. Nos puede sacar poco a poco
de una depresión (óigase la sonata número
14 en C menor KV 457 de Mozart interpretada
por Mitsuko Uchida) porque es indudable
que la música ocupa más zonas del
cerebro que el lenguaje mismo. Los seres humanos,
dice Sacks, somos una especie musical.
Las historias que cuenta Oliver Sacks,
acerca de personas que tratan de trascender
o sobrellevar sus disfunciones y adaptarse a
diferentes situaciones neurológicas, nos han
llevado a cambiar la forma en que pensamos
acerca del cerebro y de la experiencia humana.
En Musicophilia examina el poder de la música
en pacientes, músicos, y gente común y corriente,
desde el caso de Tony Cicoria hasta el
de unos niños con síndrome de Williams que
son hipermusicales desde que nacieron; desde
la gente con “amusia”, para quienes una sinfonía
suena como un choque de cacerolas y ollas,
hasta el caso de un hombre que no recuerda
nada musical más allá de siete segundos.
Sacks nos habla también de alucinaciones
musicales irreprimibles, que siguen de
día y de noche incontrolables. Y del efecto
de la música en enfermos de Parkinson o de
Alzheimer.
Fuente, vìa :
http://www.revistadelauniversidad.unam.mx/4507/campbell/45campbell02.html | ||


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