Los
militares latinoamericanos, desde que existen los Estados nacionales
por esta parte del mundo –no más de dos siglos– se han dedicado a su
profesión, la guerra, claro está; pero en muy buena medida a un tipo de
guerra bastante peculiar: las guerras civiles. En el transcurso del
siglo XX hubo pocas guerras interestatales en la región; la función de
las fuerzas armadas se vio dirigida básicamente a la represión interna.
Como
parte de la Guerra Fría (la tercera guerra mundial, como se la llamó),
prácticamente todos los países del área latinoamericana vivieron guerras
internas insurgentes y contrainsurgentes. Con distintas modalidades
–urbanas, campesinas, con mayor o menor involucramiento de la población
civil– en todo el subcontinente, entre las décadas de los 60 y los 80,
tuvieron lugar feroces procesos de militarización. A la proclama
revolucionaria siguieron invariablemente atroces respuestas represivas.
La
respuesta contrarrevolucionaria la dieron los Estados nacionales a
través de sus cuerpos armados, ejércitos fundamentalmente. Esto pone en
evidencia dos cosas: por un lado ratifica qué son en verdad las
maquinarias estatales (“violencia de clase organizada”, según la clásica
definición leninista de 1917), a favor de qué proyecto se establecen y
perpetúan (obviamente no es con el campo popular). Y por otro lado,
desnuda la estructura de los poderes: los ejércitos reprimieron el
proyecto revolucionario, pero ellos cumplieron su mandato; el real poder
que usó la fuerza para seguir manteniendo sus privilegios no aparece en
escena. Los militares –buenos alumnos– pusieron en práctica aquello que
se les enseñó.
Hoy día, terminada la Guerra
Fría y el “peligro comunista”, dado que las sociedades fueron hondamente
desmovilizadas como producto de la brutal represión ejercida, los
cuerpos de seguridad retornaron a sus cuarteles. Incluso en los últimos
años del siglo pasado y principios del actual, habiéndose tornados ya
innecesarios los ejércitos para el mantenimiento de la “paz” interior
–porque el trabajo de sofocamiento de la protesta estaba ya cumplido,
claro– se iniciaron tibios procesos de revisión de las guerras internas,
de sus excesos y abusos. Pero que, por supuesto, no pasaron de tibios.
Los famosos Juicios de Nüremberg en la derrotada Alemania de post guerra
fueron posibles porque los juzgadores ganaron incuestionablemente el
conflicto; aquí las cosas no fueron así. ¿Quién ganó las guerras sucias
de Latinoamérica? Los militares, buenos alumnos de los manuales
estadounidenses, condujeron esas guerras; los verdaderos ganadores
siguieron siempre con sus negocios, sin ensuciarse, sin mancharse las
manos.
Pasadas las dictaduras militares, con
distintas modalidades los países que sufrieron esos monstruosos
conflictos armados internos iniciaron alguna suerte de ajuste de cuentas
con su historia. Más allá de los resultados de esos procesos, desde el
enjuiciamiento y condena a los comandantes argentinos (luego indultados)
hasta la total impunidad y el retorno al poder por vía democrática en,
por ejemplo, Bolivia o Guatemala, el común denominador ha sido y sigue
siendo que los ejércitos contrainsurgentes cargan con todo el peso
político y la reprobación social respecto a las guerras sucias
transcurridas. De los verdaderos beneficiados se habla poco, o no se
habla.
Sin ninguna duda, esas guerras
fratricidas fueron sucias, de más está decirlo. La tortura, la
desaparición forzada de personas, la violación sistemática de mujeres,
el arrasamiento de poblaciones rurales enteras, constituyeron parte de
las estrategias de guerra seguidas por todos los cuerpos militares. Hoy
día, cuando pensamos en el fracaso de los proyectos revolucionarios de
Latinoamérica de décadas pasadas, tenemos inmediatamente la imagen del
verde olivo y las botas militares. Y un uniformado no es, precisamente,
el primer amigo del ciudadano de a pie. Pero no para otra cosa que no
fuera esa represión interna estuvieron preparados los ejércitos de la
región. Su ejes fundamentales, bases de las guerras sucias, expresan
claramente lo que se consideraba más necesario y efectivo para la
“defensa de la patria”: 1) la clandestinidad/ilegalidad, que desdeña e
ignora la ley y se oculta en la oscuridad y la impunidad bajo el amparo
de los organismos de seguridad del Estado; 2) la construcción de un
“enemigo interno”, a partir de una moralidad estrecha que señala,
denuncia y sanciona en un solo acto al opositor como fuente de todos los
males, criminalizándolo y abriendo la posibilidad de su exterminio; y
3) la presión psicológica: que pretende “ganar los corazones y las
mentes” de aquellos a quienes está violentando.
La
doctrina militar de todos los ejércitos latinoamericanos no se
elaboraba –ni se elabora hoy– en Latinoamérica: para eso estaba la
Escuela de las Américas en Panamá, por años sede del Comando Sur de las
fuerzas estadounidenses impartiendo sus clases. Los cuerpos castrenses
del área –una vez más: buenos alumnos– han funcionado lisa y llanamente
como ejércitos de ocupación; sus hipótesis de conflicto no eran las
guerras contra otras potencias regionales sino el enemigo interno. Su
estrategia, en definitiva, tenía como objetivo mantener aterrorizadas a
las propias poblaciones. Esos soldados, preparados por Washington en su
lógica de contención del avance comunista, adiestrados en las más
despiadadas metodologías de guerra sucia, y bendecidos por los grupos de
poder locales (¡ese es el punto clave!), en las pasadas intervenciones
que tuvieron no hicieron sino cumplir con el papel para el que fueron
educados. En otros términos: fueron excelentes estudiantes. En su
preparación iba implícita una cuota de desconfianza perpetua en la
democracia como forma de gobierno; su perspectiva es hacer de la
sociedad civil un gran cuartel. Las dictaduras que barrieron el
continente el siglo pasado no fueron sino eso, permitiendo a los grupos
de poder (locales y con sede en Estados Unidos) hacer sus negocios sin
interferencias. A ellos, en definitiva, no les afecta en nada si la
sociedad civil es una base militar o no; al contrario, la militarización
les da mayor tranquilidad.
Hoy día,
reiteramos, esos buenos alumnos no han desaparecido, y la lección
aprendida sigue en pie. Con un escenario distinto al de la Guerra Fría,
el paisaje político-social de la región no se ha alterado en lo
sustancial: las oligarquías vernáculas siguen haciendo sus negocios
–agroexportación en buena medida– y Washington continúa siendo la gran
potencia que mueve los hilos (haciendo los negocios más grandes). Las
“democracias vigiladas” siguen (relativamente) de moda. Pero cuando ya
no sirven para contener los reclamos populares, ahí aparecen nuevamente
las fuerzas armadas, reinstalando el orden que se podría romper. Su
convivencia con las democracias representativas es siempre precaria,
inestable. Están apegadas al poder civil formal… mientras las cosas no
se salgan de cauce. Si eso sucede, los buenos alumnos vuelven a actuar.
Lo cual muestra que el poder real no está ni en las fuerzas armadas ni
en las estructuras democráticas formales. Es decir: el poder duro siguen
siendo los de siempre. Y los buenos alumnos cumplen con su tarea de
defenderlo.
Si en relación a las guerras
sucias de algunos años atrás debemos revisar el pasado y el papel de los
represores, ello es importantísimo, sin dudas. Es más: es
imprescindible: “los pueblos que olvidan su pasado están condenados a
repetirlo”, se ha dicho con razón. El futuro se construye mirando el
pasado; la basura no puede esconderse debajo de la alfombra porque
inexorablemente, siempre, lo que se buscó esconder retorna. Pero revisar
el pasado no debe ser sólo el juicio y castigo a los responsables
directos de los crímenes infames que enlutaron las sociedades
latinoamericanas las pasadas décadas, no debe ser sólo el castigo a los
alumnos que hicieron su tarea. Las fuerzas armadas cumplieron sus
funciones, como sus mismos comandantes se cansaron de repetir en
cualquiera de los países donde condujeron las guerras internas, y no
tuvieron nada de qué arrepentirse. Por supuesto que lo condenable es la
extralimitación en que, como Estado, incurrieron estas fuerzas. El
Estado no puede reprimir a su población, pero lo sucedido demuestra
patéticamente de qué Estado hablamos. Es quimérico pensar que este
aparato de Estado es de todos; las dictaduras militares lo demostraron.
Cuando el andamiaje real del poder de las clases dominantes es tocado,
ahí se desnuda el carácter del Estado, de las democracias
parlamentarias. Y lo mismo sucedería en la “cuna de la democracia”, los
Estados Unidos, si la protesta popular se saliera de cauce.
Si
se pide juicio y castigo a los responsables de los cientos de miles de
muertos, desaparecidos, torturados y exiliados de los países
latinoamericanos de nuestra historia reciente, si pedimos justicia para
no olvidar la historia negra que se vivió, no debemos olvidar nunca que
el enemigo no es el guardaespaldas del amo: sigue siendo el amo. Es
decir: podemos pedirle que filosofe a un soldado espartano… pero él no
está preparado para eso. Los buenos alumnos repiten la lección que
estudiaron.
Las fuerzas armadas
latinoamericanas siguen siendo el reaseguro de los poderes reales, de
las oligarquías nacionales, de los capitales transnacionales invertidos
en estas latitudes. En estos últimos años se les enseñó a respetar
(formalmente) a los poderes civiles, es decir: a las administraciones
políticas de turno –que, por supuesto, no son el poder real–. Y de
buenos alumnos que son, en estas últimas dos décadas no ha habido golpes
de Estado dirigidos por militares sublevados. Pero en todos los países
de la región (salvo claramente Cuba, donde las cosas sí son distintas),
las fuerzas armadas ahí siguen estando, siempre listas para “defender a
la patria”; ahora, ya no de los ataques del “comunismo internacional”
sino de otros nuevos peligros (así considerados, al menos, en las
actuales hipótesis de conflicto: populismos radicales, narcotráfico,
terrorismo internacional, movimientos sociales desbocados).
En
estos últimos años vimos varios casos donde las fuerzas armadas vuelven
a tener un protagonismo político importante, pero siempre con un perfil
bajo que no desembocó en abiertos golpes castrenses a la
institucionalidad democrática con la instauración final de un presidente
militar de facto. De hecho, el papel de los cuerpos militares fue
diverso en los distintos casos: fueron parte activa y principal en las
crisis políticas en Haití (quitando al presidente Jean-Bertrand
Aristide, en 2004) y en Honduras (derrocando al presidente Manuel
Zelaya, en 2009), sacándolos físicamente de la escena incluso con la
apariencia de crisis palaciegas. Tuvieron papeles más ambiguos en las
situaciones de Bolivia en el 2008, o en el golpe contra el presidente
venezolano Hugo Chávez en el 2002, o en la reciente asonada en Ecuador
cuando la movilización policial contra el presidente Rafael Correa,
jugando en estos casos el papel de espectadores/defensores de la
legalidad y el apego a las constituciones.
En
todo caso, como cuerpos con incidencia política, pueden llegar a ser
defensores del orden democrático-parlamentario formal existente sin
participar en forma abierta en golpes de Estado (como lo acaban de ser
en Ecuador, o como lo fueron en Venezuela en el 2002, donde no se
atrevieron a acometer contra los pueblos movilizados), pero hasta ahí
llegan. Defensores de las causas populares, definitivamente no. Jamás se
los prepara para eso, y de buenos alumnos que son, cumplen bien lo
aprendido.
Si por allí encontramos militares
que se salen de cauce y toman caminos más nacionalistas y
antiimperialistas (con numerosos ejemplos en la historia latinoamericana
del siglo XX, como Juan Domingo Perón en Argentina, Getulio Vargas en
Brasil, Omar Torrijos en Panamá, Juan Velasco Alvarado en Perú, o el
actual Hugo Chávez en Venezuela), o abiertamente contestatarios,
llegando al caso de algunos que abrazan un camino socialista, llegando
en algunos casos a formar movimientos armados marxistas (lo sucedido,
por ejemplo, con algunos militares guatemaltecos como Marco Antonio Yon
Sosa o Luis Turcios Lima, por ejemplo), esos, definitivamente, no son
buenos alumnos. Al contrario: saldrían reprobados.
Todo
esto, entre otras cosas, nos debe dejar la convicción que mientras las
armas sigan apuntando hacia los trabajadores, hacia los pobres y
excluidos –como continúa pasando ahora– es muy difícil cuando no
imposible cambiar algo de verdad en las estructuras de nuestras
sociedades. Los militares, sin dudas, son los mejores alumnos que
aprendieron la lección sobre cómo mantener “la casa en orden” (¿para qué
otra cosa están si no en nuestros países?). Si ahora los crueles y
sangrientos golpes de Estado de décadas pasadas no están a la orden del
día, es porque en la geoestrategia global de Washington eso se reemplazó
por los llamados “golpes suaves” (lo de Honduras del año pasado, por
ejemplo, o el intento recién sucedido en Ecuador), donde incluso se da
el golpe “en defensa de la democracia”.
Fuente, vìa :
http://www.argenpress.info/2010/10/militares-latinoamericanos-buenos.html
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