Por segunda ocasión, Nicolas Sarkozy ha provocado un incendio social en
Francia. La primera fue hace cinco años, cuando el entonces ministro del
Interior alimentó con su insensibilidad y su torpeza el descontento
juvenil que cunde en los barrios de la periferia parisina, poblados en
buena proporción por descendientes de inmigrantes magrebíes y africanos
en general. En aquel entonces la magnitud de las protestas,
protagonizadas por adolescentes que no tenían (ni tienen) un lugar
definido en su propio país y son objeto automático de sospecha y de
atropello policial, llevaron a la suspensión de garantías, al toque de
queda y, lo más grave, a una fractura de la sociedad a partes iguales.
Fue una revuelta contra el racismo estructural y la marginación.
Hoy,
por razones diferentes, las acciones de Sarkozy desde la Presidencia
han suscitado una ola de protestas que incluye a la mayor parte de los
franceses. El empeño presidencial por imponer una ley que aumenta la
edad mínima de jubilación –de 60 a 62 años, y de 65 a 67 para quienes
pretendan cobrar la pensión completa– ha unificado en su contra a más de
dos tercios de la población y ha generado una confluencia política y
generacional sin precedente desde las jornadas de mayo de 1968: a los
paros diarios promovidos por las centrales sindicales se han unido las
protestas de organizaciones estudiantiles y juveniles de diversas
localidades francesas, y se ha creado, así, una doble crisis: mientras
los primeros han afectado severamente los transportes ferroviarios y
aéreos y han provocado un desabastecimiento generalizado de gasolina,
las segundas han desembocado en violentos enfrentamientos con la
policía, con el cierre de numerosos planteles y con bloqueos y
barricadas.
El problema de fondo es la intención del gobierno
francés de pasar la factura por la crisis económica a los asalariados:
ante el declive en las finanzas estatales, se pretende optar por una
reformulación del sistema de pensiones que, en última instancia, despoja
a los beneficiarios del monto equivalente a dos años de su jubilación.
Se trata de una típica acción depredadora de las que caracterizan a la
escuela neoliberal, como muchas de las que han sido aplicadas en América
Latina y en México, en particular, y se traducen en un incremento de
las desigualdades sociales.
Paradójicamente, el empecinamiento del
gobierno de Sarkozy en hacer aprobar las modificaciones legales
correspondientes ha puesto en evidencia una gran capacidad de
articulación de la sociedad francesa en defensa de conquistas sociales
históricas, así como la conciencia laboral y la visión de futuro –que
hasta hace pocos días resultaban insospechadas– de que es dueña una
generación de jóvenes que ni siquiera ha ingresado al mercado de
trabajo.
Ante la magna convulsión social causada por sus
políticas, el mandatario no ha tenido más iniciativas que anunciar
medidas emergentes para regularizar el abastecimiento de gasolina y
amenazar a los manifestantes con la adopción de medidas represivas.
Pero,
a una semana de iniciados los paros sindicales, y ante la
profundización, extensión y masificación de las protestas –se calcula
que en la jornada de ayer más de tres millones de personas participaron
en las marchas de protesta–, la situación política de Sarkozy empieza a
ser angustiosa, y lo será más en tanto no se normalice la vida pública.
Si las mayorías francesas permanecen movilizadas, el gobernante no
tendrá más remedio que echar marcha atrás en su iniciativa de despojo a
los pensionistas. Cabe esperar que así sea.
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2010/10/20/index.php?section=opinion&article=002a1edi
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=115227
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