Quien se transforma en príncipe con la ayuda de los nobles
conserva su poder con mayores dificultades que quien lo logra con la
ayuda del pueblo. Se trata de un príncipe rodeado de muchos que se
consideran sus pares, así que no logrará ni gobernar ni administrar las
cosas
Maquiavelo, El príncipe
Durante
el 71 aniversario de la fundación del Partido Acción Nacional (PAN),
Felipe Calderón señaló, enfático: “Porque es válido, porque es legítimo,
honesto, necesario, vamos nuevamente a la conquista del poder y de la
voluntad de los ciudadanos”. Al margen de que sea “legítimo, honesto,
necesario” (¿para quién, ante quién, qué supuestos los amparan?), el
esfuerzo que tendrá que llevar a cabo Calderón y su partido para lograr
tal propósito será, sin duda, titánico.
No será un día de campo.
Será una ingrata tarea cuesta arriba, fatalmente empinada. Pero antes de
iniciarla, Felipe Calderón y el partido de la derecha radical clerical
tendrán que llegar al fondo delabismo, en el cual continúan despeñándose abruptamente; ver cómo queda la osamenta
de su credibilidad ante la sociedad y, luego, evaluar su capacidad y
talento para “conquistar” por tercera vez “la voluntad de los
ciudadanos”. El rasero de sus posibilidades efectivas dependerá de la
evaluación que realice la población de los gobiernos panistas, en
especial del calderonista. Y el balance, iniciada la segunda mitad de
este último, no es el más alborozado; es francamente siniestro.
Sólo
un cínico, un ingenio irredento, un amnésico o quien padezca la
alteración de la realidad, fingidas o verdaderas, puede olvidar que, en
gran medida, los gobiernos panistas son producto de anomalías
históricas. El rústico Vicente Fox aprovechó la oportunidad para
quitarse de encima a los déspotas priistas neoliberales del gobierno,
arrojándose, en mala hora, a brazos peores, los de la
ultraderecha, igualmente neoliberal y nostálgica del clericalismo
virreinal, decimonónico e imperial. El silvestre Felipe Calderón, de un
descarado fraude electoral. Ambos tuvieron su oportunidad para
afianzarse políticamente y tratar de arraigar su retrógrada visión del
mundo, más allá sus bastiones conservadores, misión de suyo imposible,
en virtud de los históricos anhelos de las mayorías de ir siempre hacia
delante, en pos de mayores libertades, de la democracia participativa y
de economías equitativas, socialmente incluyentes y soberanas.
Eventualmente, en una especie de martirologio, sólo aceptan sus
temporadas en el tormentoso infierno paradisiaco. Desdichadamente, y para fortuna de otros, dilapidaron rápidamente el asentimiento social.
En
dicha reunión, Felipe Calderón añadió: “Somos una fuerza, porque somos
partido político, no academia ni horda ni grupo de presión ni fábrica de
insolencias”. Traicioneras palabras surgidas desde su escatológico
inconsciente. Porque, más que un “partido político”, los panistas se han
comportado como una caterva iletrada, valga el pleonasmo, como una
opulenta “fábrica” de desvergüenzas. Vicente Fox, el sicótico Felipe
Calderón, sus gabinetes, la oligarquía y las iglesias, especialmente la
católica (Norberto Rivera, Juan Sandoval, Hugo Valdemar y demás hordas
que pisotean las leyes con la complacencia del gobierno), son los
principales responsables del descrédito de sus gobiernos. Quehacer en el
que son acompañados por los gobernadores y munícipes panistas.
Como
jefe del Ejecutivo, Felipe Calderón ha actuado como un déspota.
Representa la visión más negativa del líder y del antiguo sistema
político mexicano, con su abusivo ejercicio del poder, ante la
complicidad de los poderes Legislativo y Judicial que no cumplen con su
función de contrapeso, y la inexistencia de otros mecanismos
institucionales que caracterizan a un régimen democrático y que sirven
para limitar los excesos de los diferentes órdenes de gobierno.
Sus
reacciones son irascibles, desequilibradas, impacientes, despectivas y
descalificadoras en contra de quienes no comparten su visión ni están
dispuestos a alinearse detrás de su gobierno, actitudes que revelan sus
tentaciones autoritarias empleadas para chantajear, presionar,
descalificar, reprimir verbal y físicamente a los disidentes, con
cualquier medio para alcanzar sus fines, sean o no institucionales. Con
su decisión por mantener en las calles a los militares en su ilegal
lucha contra elnarco, ha tolerado y protegido sus tropelías,
junto a las cometidas por las policías federales, pese a su gran
desprestigio y rechazo nacional e internacional; su pretensión por
reformar el artículo 29 constitucional para suspender las garantías en
los estados, municipios o regiones donde el crimen organizado ha
rebasado a las autoridades; la denuncia en el Senado de la posible
existencia de “escuadrones de la muerte” en Tamaulipas, Michoacán,
Sinaloa, Jalisco, Guerrero y Quintana Roo; las inmunes y criminales
agresiones cometidas en contra de los indefensos habitantes de San Juan
Copala, Oaxaca, por los paramilitares del Movimiento de Unificación y
Lucha Triqui y la Unidad para el Bienestar Social de la Región Triqui
ilustran lo anterior. Su irónico desprecio ante las críticas quedó
evidenciado en su charla de café con Joaquín López Dóriga, uno de sus desinformadores-defensores, uno de los porros
de Emilio Azcárraga, dueño del monopolio Televisa, que ha labrado su
fortuna a la sombra de los regímenes priistas y panistas: “A cada rato
vienen a decir que las violaciones a derechos humanos del Ejército y una
serie de cantaletas que también ya empiezan a cansar, que no son
ciertas, porque se respeta la dignidad de los criminales, y se les pone
ante el juez y todo”.
Gobierna sin rendir cuentas a nadie o sin
que nadie le obligue, más allá de la escenografía. Carece de los
escrúpulos democráticos respetuosos de la legalidad al momento de torcer
las leyes, violar impunemente la Constitución y permitir que lo haga su
Corte, tal y como sucede en equipo: la oligarquía, a modo de ejemplo,
los dueños de las televisoras o los banqueros, la iglesia, los rabiosos
grupos conservadores. Javier Lozano aplica el garrote. El
delincuente Juan Molinar se niega a cumplir la resolución de un juez
administrativo que le mandó a suspender el regalo que Felipe Calderón,
los panistas y los priistas quieren darle a Televisa y Nextel. Las
empresas energéticas (Petróleos Mexicanos) entregan contratos a los
empresarios como si fueran papas fritas. Felipe Calderón gobierna bajo
las sombras de la corrupción que gravitan a su entorno. A las demandas
de información se responde: “No cuentan con presupuesto de recursos
federales” para darla a conocer o se encuentra sujeta a “leyes y normas
de confidencialidad”. Ha expulsado a los ciudadanos de nuestra
república bananera. Con el carnaval del
centenario-bicentenario, excluyó a la chusma de la plaza pública. Fue el
“símbolo” de la democracia bárbara de Felipe Calderón y el sistema
político. No le importa que haya fracturado y polarizado a la sociedad y
la ha puesto al borde de la guerra de clases. En otras circunstancias,
su manera de gobernar ya hubiera destruido el orden liberal. Pero no se
puede devastar lo que no existe.
Lo que le reventó el hígado a Felipe Calderón de la carta de El Diario,
de Ciudad Juárez, fue que puso al descubierto la naturaleza de su
mandato: “El primer mandatario, para conseguir la legitimación que no
obtuvo en las urnas, se metió –sin una estrategia adecuada– a una guerra
contra el crimen organizado sin conocer, además, las dimensiones del
enemigo ni las consecuencias que esta confrontación podría traer al
país. Introducidos sin pedirlo en el conflicto, los mexicanos –y de
manera particular, los juarenses– han estado al garete de decisiones
erróneas que terminaron llevándoselos en medio, con los resultados ahora
conocidos y, sobre todo, abominados por las mayorías. El Estado como
protector de los derechos de los ciudadanos –y, por ende, de los
comunicadores– ha estado ausente en estos años de belicosidad, aun
cuando haya aparentado hacerlo a través de diversos operativos que en la
práctica han sido soberanos fracasos”. Los narcos son “las
autoridades de facto”. Estamos “frente al vacío de poder”. “No hay las
garantías suficientes”. De “víctimas”, pasamos a “verdugos”.
Felipe Calderón está lejos de encarnar la dignidad de un príncipe democrático, según la expresión del politólogo italiano Sergio Fabbrini (El ascenso del príncipe democrático. Quién gobierna y cómo se gobiernan las democracias, Fondo de Cultura Económica, Argentina, 2009). A ese jefe de gobierno que en una democracia, delegativa
y no participativa, es elegido por los votantes, en calidad de
ciudadanos, como su representante virtuoso; a quien le conceden el poder
y esperan que las decisiones sean tomadas en su nombre, no contra
ellos. Su libre elección guarda, al menos, dos atributos fundamentales:
genera las condiciones adecuadas para movilizar a los ciudadanos y de
los grupos sociales excluidos o excluidos por sí mismos; ofrece la
posibilidad de integrarlos a la política nacional institucionalizada, y
crea las premisas de la responsabilidad política, en un contexto
institucional en el cual las decisiones del poder son compartidas, no
divididas, con los poderes Legislativo y Judicial.
Aunque el
ejercicio del Poder Ejecutivo sea personalizado y se disponga de un
cierto margen de autonomía, concedido para tratar de alcanzar las
soluciones colectivas, asociadas a los problemas de pertenencia,
seguridad, libertad y justicia, éstos son limitados por la existencia de
instituciones sólidas que lo controlan, por leyes que impiden sus
excesos, por mecanismos que les obligan a rendir cuentas y fijan
claramente sus sanciones. Una democracia sólida tiene la capacidad para
garantizar dos circunstancias simultáneamente: la toma de decisiones y
la eficacia de un líder, compartida por su equipo. Para ese jefe del
Ejecutivo sus funciones están subordinadas a los ciudadanos, al
principio de mandar obedeciendo, como en su momento nos recordaron los
zapatistas, en una lección de democracia. Esa clase de príncipe
es un generador de símbolos, no sólo de acciones, que orientan de las
acciones públicas y construyen una atmósfera de pertenencia, de
sentimiento colectivo y vinculación con la sociedad.
En esa
tesitura, el líder democrático alcanza su legitimidad y preserva la
honorabilidad de su cargo a través del consenso que otorgan los
electores, el cual le ofrece el espacio y las condiciones políticas
necesarias para que pueda alcanzar sus fines y gobernar sin grandes
conflictos, más allá de los intereses y necesidades de los votantes que
lo eligieron. “Inclusión de los intereses de todos” (Fabbrini) es la
divisa de una democracia ante su sociedad plural, con preocupaciones
diversas e incluso antitéticas. “El voto iguala” (Fabbrini) y los
regímenes democráticos crean las condiciones y las institucionales para
que los distintos sectores de la población puedan hacerse escuchar,
defender sus intereses e influir en las decisiones del gobierno.
El pluralismo, social, político e institucional constituye la verdadera esencia de una democracia liberal.
Fuente, vìa :
http://www.kaosenlared.net/noticia/mexico-principe-democratico-despota
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