(APe).- Sería necesario un viaje por los insondables túneles del tiempo
para hacer pie en aquella vieja y añorada Argentina de las industrias
con chimeneas humeantes y mesas nutridas de dignidad. Un viaje impensado
hoy, excepto a través de la memoria perdida en la que los trenes
acercaban geografías y los chicos jugaban a saludar con la mano en alto
mientras desde los vagones se desplegaba sistemáticamente alguna
sonrisa. Esa Argentina forma parte, aunque nos siga doliendo como una
espina clavada en el alma, de los libros de historia. Del recuerdo de
los viejos, que vuelven una y otra vez sobre aquellos días de felicidad
en donde pleno empleo no era una quimera vana.
Año tras año el
país que supo ser granero diversificado ante un mundo en crisis va
entrando más y más de lleno en el modelo del monocultivo de la soja.
Cuatro letras que significan ataduras y que -a contramano de los
discursos- no se traducen en el fin del hambre. Soja hoy es veneno
seguro. Es tierra arrasada. Destruida. Es -en palabras de Andrés
Carrasco, investigador de la UBA- la puesta en marcha de un modelo de
producción que después de 20 años demostró que no resuelve el drama del
hambre y que lo único que genera es “un problema ambiental muy grande y
riquezas concentradas en pocas manos”.
Cuando hace apenas unos
días el ministro de Agricultura Julián Domínguez anunció que Argentina
se consolida como el tercer exportador mundial de oleaginosas con su
campaña de 52 millones de toneladas de soja y 18 millones de hectáreas
sembradas desnudó que ésa sigue siendo la apuesta y que ése es el camino
elegido.
Soja es y será, sin embargo, sinónimo de Monsanto.
Lejos, muy lejos quedó la ancestral costumbre del campesinado de
intercambiar semillas entre vecinos, de re-sembrar, de hacer práctica
colectiva el trabajo de la tierra a partir del modelo de solidaridad.
Argentina está ubicada en el mundo como uno de los productores sojeros
con mayor porcentaje de semilla transgénica y la práctica colectiva de
la siembra es veneno para las transnacionales.
El precio es
demasiado alto. La soja implica hoy indefectiblemente glifosato. Ponzoña
multiplicada en la tierra para asegurar que no crezcan rebeldes y
entrometidas las malezas que se ponen como freno inmanejable a la
multiplicación de las hectáreas para la siembra. El sistema lo exige y
los gobiernos sordos, ciegos y mudos ante tamaño precio asumen la
política del laisse faire.
La empresa Trenes de Buenos
Aires, concesionaria del ferrocarril Sarmiento, aprendió velozmente la
lección y utiliza el glifosato para desmalezar inclusive las vías. “La
aplicación constante en las vías férreas en áreas urbanas densamente
pobladas dejaría así indefensos a cientos de miles de vecinos que viven
junto a dichas vías que ven amenazados su salud y la degradación y
contaminación de su medio ambiente”, sentenció la Defensoría del Pueblo
de la Nación.
Con celeridad se copian herramientas que ahorran
gastos y multiplican ganancias. Andrés Carrasco concluyó en estos días
que lo que busca TBA es “ahorrar personal dado que esos trabajos antes
se hacían a mano”.
La soja transgénica avanza y gana tierras a
los hombres. Los expulsa mientras miran azorados cómo sus cuerpos
sienten el impacto. El Sur es suelo propicio para experimentar con
poderosos venenos que lastiman y dejan la huella imborrable de la muerte
que danza alrededor de los desposeídos de la riqueza. Peligrosos de
producir, riesgosos en su uso.
Silvino Talavera lo supo hace
tiempo. Su mamá, la Petrona, lo intuyó en su niño cuando lo rondaban los
fantasmas que supo se lo llevarían. Tenía 11 años en 2003. Y se fue
caminando los 3000 metros que separaban su casa del almacén, en la
paraguaya Pirapey, a comprar la carne y los fideos. Petrona Villasboa no
podía saberlo cuando lo mandó. Cómo iba a saber que dos productores
sojeros alemanes lo rociarían con pesticida y que su niño sería devorado
por la muerte. Para qué quería un mártir de la lucha del movimiento
campesino. Sólo quería un niño que creciera y se hiciera hombre y la
transformara alguna vez en abuela. Pero lo rociaron con glifosato, base
del producto de la Monsanto Roundup con certificado de venta libre en
Paraguay.
Silvino Talavera quedó en la memoria de Petrona
Villasboa que lo sigue llorando mientras lava la ropa, como siempre, en
las aguas del arroyo que pasa muy cerca de su rancho. La soja debe
seguir rindiendo y los gobiernos asienten. Cuando a finales de
septiembre se publicó una investigación de universidades paraguayas
sobre el daño en el material genético de los niños expuestos a
pesticidas en el ambiente el nombre de Silvino Talavera seguía flotando.
Participaron del estudio 48 niños expuestos potencialmente a pesticidas
y 46 niños no expuestos. La conclusión: en los chicos expuestos había
un promedio mayor de micronúcleos, un promedio mayor de células
binucleadas, mayor frecuencia de fragmentación nuclear y picnosis, que
son cambios típicos de una célula muerta.
El modelo lo exige. Los
países lo aceptan. El glifosato es la garantía necesaria para el
milagro de multiplicar la soja como maná que ofrece la tierra. A costa
de la degradación del suelo, del final definitivo de los nutrientes y de
los Silvino Talavera que se devora como un monstruo macabro que no está
dispuesto a perdonar.
Fuente, vìa :
http://www.pelotadetrapo.org.ar/agencia/index.php?option=com_content&view=article&id=4562:venenos&catid=35:noticia-del-dia&Itemid=106
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