Hoy capamos a éste -dijo uno-. Mañana te toca a vos.
Al
día siguiente Caíto tenía la ingle monstruosamente hinchada. Había
pasado toda la noche tratando de esconderse los testículos.
De él recuerdo su incipiente calvicie y su gran bigote. Todavía tartamudeaba cuando se ponía nervioso.
Si
viviera seguramente andaríamos medio peleados, tal vez por alguna
discusión política. ¿Por qué te metiste en eso? ¿Cómo no te diste cuenta
que también los rusos tenían su dictadura, sus propios crímenes, sus
propias injusticias, su propia mierda?
Claro,
qué fácil pensarlo ahora. Qué fácil es solucionar el pasado. Si al menos
viésemos por donde caminamos con la misma claridad que podemos ver
hacia atrás, donde ya nada podemos hacer. Pero es una condición humana:
vamos aprendiendo a medida que dejamos de necesitarlo. Aprendemos a
criar a un hijo cuando ese hijo ya ha crecido o comprendemos realmente a
un padre cuando ya es un anciano o ya no está entre nosotros.
Al
tío Caíto lo agarraron en un campo de Tacuarembó, Uruguay, y lo
arrastraron con un caballo como si su cuerpo fuese un arado. Probaron
ahogarlo varias veces en un arrollo. No pudo confesar nada porque sabía
menos que los militares que querían saber algo, además de divertirse,
porque los días eran largos y los sueldos eran magros.
Tal vez Caíto inventó algún nombre o algún lugar o alguna cifra que lo aliviara por un momento.
En
la cárcel tuvo que pasar varias. Un día de visita le confesó a su madre
que se había vuelto tupamaro allí adentro. Al menos desde entonces la
dictadura militar tuvo una razón seria para retenerlo.
La
justicia militar habrá tenido otras razones para usar la diversión y el
placer por el sufrimiento ajeno, como los respetables espectadores
sienten placer con la tortura de un animal en una corrida de toros.
Los
militares de entonces eran muy ingeniosos cuando estaban aburridos.
Algunas veces he propuesto la creación de un Museo de la Guerra Sucia,
como monumento a la condición humana. Pero siempre me han contestado que
eso sería algo inconveniente, algo que no ayudaría al entendimiento
entre todos los uruguayos. Tal vez por eso hay muchos museos sobre los
indios charrúas donde se acumulan vasijas y flechitas de aquellos
simpáticos salvajes, pero ninguno sobre el holocausto charrúa realizado
por algunos héroes que todavía cabalgan como fantasmas multiplicados en
sus caballos de bronce por las calles de varias ciudades. Estoy seguro
que el material de dicho museo sería muy diverso, con tantos documentos
desclasificados aquí y allá (esas estériles confesiones psicoanalíticas
que las democracias hacen cada treinta años para aliviar sus conflictos
existenciales), con tantos juguetes sexuales y otras curiosidades tan
didácticas para académicos y escolares.
Por
ejemplo. Un día los militares castigaron a un preso y simularon que lo
habían castrado. Luego pasaron por donde estaba Caíto y le mostraron un
riñón, un recipiente usado en cirugías, lleno de sangre.
-Hoy capamos a éste -dijo uno-. Mañana te toca a vos.
Al
día siguiente Caíto tenía la ingle monstruosamente hinchada. Había
pasado toda la noche tratando de esconderse los testículos.
Supe
de esta historia por algunos que habían estado con él. Entonces recordé
y comprendí por qué mi abuela Joaquina le decía a alguien, en secreto,
que a su hijo no le habían podido encontrar los testículos. De chico yo
imaginaba que el tío tenía un defecto congénito y por eso nunca había
tenido hijos.
A Marta, su mujer, le dijeron algo parecido:
-Hoy lo capamos a él. Mañana lo fusilamos.
Por
supuesto, los soldados de la patria no hicieron ni una cosa ni la otra.
No llegaron a semejante extremo porque en Uruguay los desaparecidos no
eran tan comunes como en Argentina o en Chile. Los uruguayos siempre
fuimos más moderados, más civilizados. Más sutiles. Siempre nos sentimos
tan pequeños entre Brasil y Argentina y siempre tan aliviados y tan
orgullosos de no llegar a las barbaridades de nuestros hermanastros. Al
fin y al cabo, si de eso no se habla, eso no existe, como en La Casa de
Bernarda Alba: “silencio, silencio, silencio he dicho...”
Por
esos días mi hermano y yo andábamos en la casa de campo. Yo tenía tres
años y mi hermano casi el doble. Jugábamos en el patio, al lado de las
ruedas de una carreta, cuando sentimos un ruido muy fuerte. Recuerdo el
patio, la carreta, el árbol y casi todo lo demás. Salimos corriendo y
llegamos primero que todos al cuarto de la tía Marta. La tía estaba boca
arriba sobre la cama, con un agujero en el pecho.
Enseguida alguien mayor nos arrastró afuera para evitar lo inevitable.
Se supone que debíamos traumarnos, convertirnos en delincuentes o algo por el estilo.
De
lo primero no sé, pero doy fe que lo más fuera de la ley que he hecho
en mi vida fue cuando tenía cinco años. Subí a la torre de control de
una cárcel y toqué las alarmas. Luego del revuelo de agentes de
seguridad que corrían a mis pies, me bajaron colgando de un brazo.
También de niño pasé mensajes clandestinos en la cárcel más segura del
país, dada mi memoria de entonces que mis amigos de la universidad
elogiarían más tarde.
Caíto murió poco después
de salir en libertad. Que es una forma de hablar. Estaba preso en la
mayor cárcel de presos políticos en un pueblo llamado Libertad. Digamos,
para ser más exactos, que murió en medio del campo, poco después de
salir de la cárcel, a los 39 años. Tal vez de un ataque al corazón, como
dijo el médico, o por un golpe en la cabeza, como le pareció a su
madre, o por las dos cosas. O por todas las demás cosas.
Si
hoy viviese, nos andaríamos peleando por razones políticas. Yo,
echándole en cara sus errores. Él llamándome “pequeño burgués” o algo
merecidamente por el estilo. O tal vez me equivoco y seguiríamos siendo
tan buenos amigos como éramos hasta que se murió.
Porque
en el fondo lo que más importan no son las razones políticas. El
sadismo que ejercitaron con él no tiene ideología, aunque eventualmente
puede servir a las dictaduras de izquierdas o de derecha, a las
democracias del Norte o a las del Sur.
Fuente, vìa :
http://www.argenpress.info/2010/09/tecnologia-de-la-barbarie.html
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