jueves, 9 de septiembre de 2010

Sociedad : Regresar Arnoldo Kraus*. El presente es una ilusión efímera. Dialogar con él es imposible. Acaba cuando apenas inicia. El tiempo presente se escurre y se desvanece con demasiada celeridad. Aunque se le toque con ternura, huye; aunque se le hable con cariño, se desdibuja

El presente es una ilusión efímera. Dialogar con él es imposible. Acaba cuando apenas inicia. El tiempo presente se escurre y se desvanece con demasiada celeridad. Aunque se le toque con ternura, huye; aunque se le hable con cariño, se desdibuja. Imposible atraparlo. Permanece lo que dura el tiempo justo para decir una palabra; persiste lo que tarda la mirada en llegar al cuadro, y dura lo que demora la mano en alcanzar el libro para leer las letras del poema que dice de nada sirve implorarle al tiempo: el presente se esfuma antes de llegar. Presente siempre es pasado.
Aunque escribir, pintar, charlar y bailar no son antídotos contra la evanescencia del presente, la pasión que encierran sirve para mitigar su incorporeidad. Humanizar el tiempo y comprender la fugacidad del presente es indispensable. Humanizar el hoy es una vía para impedir que los rincones donde se guarda la memoria sean arrasados por el tiempo y por la indiferencia del correr del calendario que se va, sin mirar hacia atrás y sin apenas percatarse de cómo se escurre la vida.
El presente es sordo y magro. Antes de beberlo se evapora, antes de penetrarlo se esquiva. Es tan incomprensible como el infinito segundo que certifica la muerte de la persona cuya vida finalizó exactamente en el mismo segundo. ¿Cómo conjugar la vida de la persona cuya existencia ha sido borrada por la muerte? En ese interludio, en el de la vida muerta, en el de la muerte que despoja a la persona de su tiempo y del tiempo del mundo, el presente no sólo no existe, también carece de las palabras adecuadas para explicar lo que sucede cuando la vida ya no es y la muerte sí es. La muerte que apaga la vida dura un segundo eterno, un tiempo impreciso e inmemorial, donde el presente, testigo del final, nos remonta a las historias de ayer, al pasado recién iniciado, a las casas nunca edificadas pero siempre esbozadas.
Ese tiempo indefinible mueve y regresa. El vacío que queda cuando el presente se convierte en pasado regresa. Regresa para mirar cómo habla la vida y cómo escribe el tiempo. Regresa para abrazar el momento que nos atrapa. Releer el tiempo e impedir que la fugacidad del presente borre los recuerdos permite acomodarnos en nuestra casa y en nuestro cuerpo; desde ahí, desde nuestros rincones, se evoca mejor el pasado y se comprende el ahora, en ocasiones lleno, en ocasiones yermo. Las habitaciones más íntimas de las personas se construyen cuando se camina hacia atrás.
El presente es una ilusión efímera, dicen las primeras palabras de este escrito. Regreso a ellas. Las leo. No cambio ni su significado ni su ritmo. Las miro con otros ojos, desde otro ángulo. Me detengo para volver al pasado, para pensar en la fugacidad y en las trampas de las ilusiones. Retorno al tiempo que habla del pasado, al recuerdo de la tierra que se convertía en el lodo con el cual se construían las otras casas gracias al auxilio de las ramas, de las cajas de cartón y de las corcholatas, y, regreso, una vez más, a la memoria de las calles de la infancia donde el deseo surcaba los cielos y los perforaba. El tiempo, siempre crudo, es maestro: no hay un sendero único ni una receta universal para encontrarse con el pasado.
Escarbar en el pequeño presente permite lidiar con la irrespirable realidad de lo transitorio. Permite también torcerle los brazos a la ilusión. A partir del presente apenas perceptible, donde escribo y vivo, repito que la escritura es una pócima contra el olvido y un camino para zurcir y rescribir acerca de la memoria. La memoria es el sustento del pasado y el pasado es la tierra del presente.
A veces ayer es un viaje hacia atrás. Es un recuento donde las almas nuevas hablan sobre el alma vieja. Regreso para sumergirme dentro de mí y para seguir dando vueltas junto a los duendes y a los fantasmas que siempre nos acompañan. Al escribir, al pintar, al caminar por las calles  una dosis de melancolía. La melancolía permite disfrutar el tiempo y escuchar lo viejo a través de la mirada nueva que reconstruye el pasado. Excavar en los recuerdos es un ejercicio sano; escarbar en la memoria, aunque duela, es tarea necesaria.
La escritura aplaza el olvido. Por medio de las palabras los pedazos de quien escribe hablan. El encuentro con lo que ya se fue permite lidiar de otra forma con el presente. A veces ayer habla desde el presente y escribe a partir del fugaz momento que ahora nos reúne y que pronto, demasiado pronto, finalizará. A veces ayer es un intento para detener el olvido y para recordar los días de ayer, infinitos, largos, cortos, alegres, tristes, pero, sobre todo, nuestros.
* Texto leído el 7 de septiembre en el Centro Cultural Isidro Fabela durante la presentación del libro A veces ayer (AK, Cal y Arena, 2010).
Fuente, vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2010/09/08/index.php?section=opinion&article=020a1pol

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