MÉXICO, D.F., 7 de septiembre.- La democracia en el México moderno ha
sido tan incipiente como inestable. El primer momento en que pudo
haberse logrado, se hundió con la usurpación de Victoriano Huerta, la
Revolución Mexicana y el establecimiento de una dictadura de partido. El
segundo está por hundirse con el sospechoso ascenso de Felipe Calderón a
la Presidencia y la absurda guerra que desató contra el crimen.
Aunque uno y otro momentos tienen características diferentes –el
primero fue burdo golpe de Estado que concluyó en la guerra y el
establecimiento del poder del grupo de Sonora sobre los cadáveres de sus
enemigos; el segundo, cuyas consecuencias aún no vemos, se fincó en un
juego mediático y de manipulación de votos, que derivó en una guerra
contra el crimen, en la ingobernabilidad y en un conjunto de facciones
políticas, llamadas partidos, que se disputan no el gobierno, sino el
poder para administrar esa misma ingobernabilidad–, ambos muestran que
la crisis de nuestra democracia tiene que ver con la ilegitimidad.
Cuando no hay legitimidad –ya sea por usurpación violenta o por
fraude electoral–, no hay manera de consensuar. Se gobierna con la
fuerza o se vive la guerra. Calderón decidió gobernar con las dos:
inventó una guerra para gobernar con la fuerza. Pero, al igual que
Huerta, terminó rodeado por la guerra. El primero huyó –las razones
políticas de las facciones que se le opusieron eran tan moralmente
sólidas, y la poca fuerza armada que tenía a su lado tan débil, que no
había forma de permanecer–.
Calderón no lo ha hecho. Las razones de su guerra son absurdas en el
orden político, pero moralmente correctas. Sin embargo, las
consecuencias son igualmente atroces. En medio de una guerra que día con
día se le va de las manos y cuyos costos son cada vez más espantosos;
en medio también de su incapacidad para generar consensos políticos, el
país no sólo vive el horror de los enfrentamientos entre los cárteles y
los que éstos libran contra el Ejército y la policía, sino también el
horror de las guerras mediáticas de los faccionalismos partidistas. Lo
que en la época de Huerta era, para decirlo con Emilio Rabasa, La Bola,
que luchaba por conquistar una grandeza negada: la democracia, en la de
Calderón es una Bola sin rostro que lucha por lo más pueril: el poder y
el dinero.
En esas condiciones, 2012 se anuncia atroz. ¿Habrá condiciones para
un ejercicio verdaderamente democrático que lleve al poder no sólo a un
presidente legítimo, sino capaz de hacer los consensos político que
requiere el país y pacificarlo? ¿Surgirá, en medio de la
ingobernabilidad, la tentación en Calderón de crear un estado de
excepción y, a la manera de Fujimori, intentar prolongar su estancia en
el poder? ¿O esa tentación surgirá en el mismo Ejército que,
imposibilitado para tener un marco legal en esta guerra, querrá tomar su
propio camino? ¿El crimen organizado logrará penetrar de tal forma las
filas del gobierno y de los partidos políticos que lo que tendremos será
un presidente coludido con la barbarie? ¿Asistiremos –como sucedió bajo
las consecuencias de la usurpación de Huerta– al ascenso de un grupo de
poder que se perpetuará en él mediante la corrupción y la fuerza o, en
otras palabras, veremos el retorno de un PRI que administrará la
corrupción de las instituciones que creó y que la mediocridad de Fox no
supo cómo desmantelar y refundar? ¿Qué sucederá con la izquierda que no
logra reunirse; con los grupos disidentes que, como la izquierda de
AMLO, el zapatismo chiapaneco o las guerrillas radicales, tienen aún un
proyecto político? ¿Cómo jugarán sus cartas en medio de esta Bola más
oscura que la de los tiempos de la Revolución?
Es imposible decirlo. Las consecuencias de la ilegitimidad abren un
panorama sombrío que no anuncia un futuro promisorio para la democracia y
la reconstrucción de un país que entró en el caos.
El lector, sin embargo, tendrá sus esperanzas. La mía es tan incierta
y absurda como la de cualquier otro que en medio de la oscuridad del
país camina a tientas en busca de una puerta, mientras imagina cómo
puede llegar a ella: creo, después de escuchar las conclusiones de los
“Diálogos por la Seguridad” a los que convocó Calderón, que su estancia
en el poder es más dañina que su ausencia. Calderón debería irse, o
bien, las Cámaras debieran destituirlo y colocar en su lugar a un
presidente interino cuya legitimidad permitiera crear los consensos que
salvaran la vida democrática y las elecciones del 2012. Esos hombres aún
existen en nuestra vida política. Sin embargo, ¿las facciones tendrían
el valor y la estatura moral de hacerlo? y, en ese caso, ¿tendrían –lo
que no tuvieron los hombres de la Convención de Aguascalientes– la
altura política para respetarlo y respaldarlo?
¿Quién podría saberlo? Sin embrago, prefiero hacer un esfuerzo de
razón que aceptar una política de poder cuya ilegitimidad nos tiene sin
sueño. Una buena regla de conducta es pensar que aún hay espíritus
libres que pueden encontrar una salida razonable a lo irracional.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar
a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la
Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la
Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar todos los presos de la
APPO y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
Fuente, vìa :
http://proceso.com.mx/rv/modHome/detalleExclusiva/83125
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