De acuerdo con un análisis editorial publicado ayer por The New York Times, la reciente masacre de 72 migrantes centro y sudamericanos en Tamaulipas confirma que el gobierno de Washington ha delegado en los
señores de las drogasel manejo de su política de abasto migratorio, como lo hizo anteriormente con el suministro de estupefacientes, y
los resultados están claros.
Con crudeza inusual, el rotativo neoyorquino señala que “los cárteles mexicanos
son alimentados por Estados Unidos con dinero en efectivo, armas
pesadas y adicciones”, en tanto el flujo humano hacia el norte
es alimentado por nuestra demanda de mano de obra barata. En tal circunstancia, las organizaciones del narcotráfico –
capitalistas oportunistas– han incursionado en el negocio del tráfico de personas:
los inmigrantes indocumentados son en cierto sentido mejores que la cocaína, porque se les puede obligar a pagar rescate y convertirlos en transportadores de droga.
El editorial referido no sólo se
inscribe en los señalamientos sobre la vinculación creciente entre
narcotráfico y trata de personas –vínculo que resultó bárbaramente
evidenciado por la masacre de centro y sudamericanos en Tamaulipas–,
sino se suma a señalamientos acerca de la inacción de Washington en
materia de combate a las drogas.
Numerosos analistas han expresado
dudas sobre el compromiso real del gobierno estadunidense en ese empeño
impuesto por él mismo a otros países del continente, y para fundamentar
la sospecha se señala, entre otros hechos, la supuesta incapacidad del
aparato policial, militar y tecnológico más poderoso del mundo para
detectar e interceptar la inmensa mayoría de los embarques de
estupefacientes ilícitos que cruzan la línea fronteriza entre México y
Estados Unidos o que ingresan a la nación vecina por mar o por aire. Una
vez que las sustancias ilícitas llegan a ese país, se distribuyen y
comercializan sin mayores contratiempos desde el río Bravo hasta Canadá,
y desde el Pacífico hasta el Atlántico.
La inconsistencia entre
el discurso oficial de Washington y sus acciones para detener el tráfico
de estupefacientes en su propio territorio es simétrica a la
incongruencia que existe entre las políticas oficiales en materia de
migración, persecutorias y represivas, tanto en lo federal como en los
ámbitos estatales, y la evidente necesidad de la economía estadunidense
de nutrirse con mano de obra barata que no puede provenir más que de los
trabajadores extranjeros, latinoamericanos en su mayoría, que llegan al
país sin documentos migratorios.
En uno y otro ámbitos se pone de manifiesto, pues, una hipocresía que a decir de The New York Times llega hasta el punto de usar a los cárteles
mexicanos como la válvula que controla el caudal migratorio. En la
medida en que tales ejercicios de simulación sean ciertos –y todos los
elementos de juicio apuntan a que lo son–, resulta inevitable
preguntarse si semejantes abismos entre las leyes y la práctica
gubernamental y empresarial no configuran un gigantesco fraude a la
comunidad internacional y a la propia opinión pública estadunidense,
mayoritariamente intoxicada por una propaganda que presenta, por un
lado, a un país inmaculado, próspero, sano y regido por el derecho, y
por el otro, a un conjunto de naciones que invaden el territorio
estadunidense con drogas ilícitas y con migrantes delictivos y
peligrosos.
En todo caso, queda claro que el lugar de los segundos
en el narcotráfico no es el de protagonistas, sino en todo caso el de
víctimas, y que son las propias autoridades de Estados Unidos las que
por medio de estrategias fallidas, si no es que malintencionadas, las
que han creado esa circunstancia.
La conclusión inevitable de esta
reflexión es que Washington carece de autoridad moral para dictar,
acordar o sugerir acciones en materia de combate a la delincuencia
organizada y, en particular, al tráfico de drogas, y que si bien es
cierto que tales fenómenos, habida cuenta de su carácter global, deben
ser enfrentados en forma multilateral y concertada, las estrategias
correspondientes deben ser formuladas en negociaciones equitativas y
respetuosas de las soberanías. En este punto, a las autoridades
mexicanas corresponde abandonar la sumisión con la que han actuado y
asumir de una vez por todas que Estados Unidos no puede ser visto como
fuente de soluciones, sino como parte del problema.
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