Represores de Ricardo Carpani |
El tema aparece como preocupación de la Organización de los Estados Americanos –órgano de insospechada parcialidad a favor el campo popular–, que en un reciente informe plantea que “la seguridad es un bien público y es, además, responsabilidad principal del Estado. (…) En los últimos años, sin embargo, el aumento de la industria de seguridad privada ha puesto en duda este principio. En la mayoría de nuestros países el número de vigilantes privados tiende a ser mayor que el de los policías. En algunos casos, incluso, con capacidad de porte de armas de mayor poderío que aquellas que son utilizadas por los policías”. La OEA estima que en el continente americano hay 4 millones de personas contratadas por la industria de la seguridad privada que “cuentan con limitada formación para la resolución pacífica de conflictos y aún menor para la utilización efectiva de armas de fuego. La informalidad en esta industria es también preocupante (…) Cuentan con salarios mínimos, nula protección personal o coberturas de salud, enfermedad o muerte”. La "gravedad de la situación" incluye, además, la privatización de la guerra.
El negocio crece entre el 20 y el 25% anual, y no se detiene cuando la economía se estanca, sino todo lo contrario. En Argentina se calcula que hay unas 1800 y 2000 empresas en el país, que emplean unos 200.000 vigiladores, pero no hay disponible información actualizada y confiable. Además, el trabajo en negro complejiza el tema. “Existen innumerables casos en los que menos del 10% de los guardias de una empresa está habilitado para desarrollar su labor”, comenta Martín Medina, investigador de la Universidad Nacional de Misiones y autor del libro Quién custodia a los custodios.
Un poco de historia
Las primeras policías privadas surgieron a mediados del siglo XIX para proteger empresas. En nuestro país, el caso paradigmático es el de la firma anglosajona La Forestal, que explotó millones de hectáreas de quebracho en el Chaco. Además de tener bandera y moneda propia, La Forestal tenía su propia “gendarmería volante”, conocida como “los cardenales”. En los años veinte, cuando los trabajadores se rebelaron contra las crueles condiciones laborales, esta fuerza y otras formaciones parapoliciales causaron centenares de muertos. Similar actuación de agentes privados se registró en la metalúrgica Vasena durante los hechos conocidos como la semana trágica (1919).
Pero el mercado de la seguridad fue pequeño hasta principios de los ´70, cuando se sancionó una Ley de Seguridad Bancaria que estableció nuevas normas para la gestión del dinero y habilitó el negocio en el que la empresa Juncadella adquirió una posición dominante. Pocos años más tarde se beneficiaría también con la reforma del correo promovida por Videla, cuando los Juncadella estaban asociados con Heberto Juan Gut Beltramo, titular de la española Prosegur, una empresa que hoy cuenta con 70.000 agentes en todo el mundo y sólo en la primera mitad de este año facturó más de 1.200 millones de euros.
Hoy convertida en una de las más grandes transnacionales de la seguridad, esta empresa fue fundada en 1976, semanas después del golpe en Argentina. Tres años más tarde absorbería a la Sociedad Anónima de Servicios de Seguridad (SASS), creada en España por el Brujo José López Rega. Al parecer, los vínculos de los represores con el negocio de la seguridad tienen larga data.
En Argentina, la dictadura demostró explícitamente su interés por las agencias. El mismo 24 de marzo de 1976, antes incluso de designar al Presidente, se sancionó un decreto de Habilitación de empresas de seguridad personal. “En el 82, después de Malvinas, los militares y sus socios civiles armaron diversas experiencias para hacer un repliegue ordenado. Crearon las agencias de seguridad privada. O ya existían, pero las consolidaron. Y las agencias se convirtieron en el reservorio de buena parte de todos estos tipos”, explica el sobreviviente de la ESMA Víctor Basterra.
Según un estudio presentado por los sociólogos Alejandra Beccaria y Federico Lorenc Valcarc, el 90% de los directores técnicos de las agencias tienen un pasado policial o militar. Suele tratarse de agentes que se retiraron de su fuerza acusados de corrupción o prácticas ilegales. Aunque no siempre han sido exonerados: muchas veces se retiran al iniciarse un sumario, lo que evita que queden constancias. El 10% restante, en muchos casos son familiares o testaferros. “Son los despedidos de la policía estatal”, sintetiza Gabriel Lugones, un abogado que trabajó como inspector de Asuntos Internos del Ministerio de Seguridad. Y se indigna más ante la participación de militares: “Acá hay una cultura de que cualquier tipo con arma ayuda a combatir la inseguridad. Se confunde lo que es agarrar a un ladrón con hacer la guerra contra Gran Bretaña. Creer que las Fuerzas Armadas sirven para combatir el delito, no sólo es facho: es una burrada. Son actividades que no tienen nada que ver, aunque en las dos haya armas”.
Por otra parte, la actividad está mal regulada y escasean los controles. El Estado se ha mostrado incapaz de frenar la proliferación de empresas ilegales y muy ineficiente en la inspección de las legales, que incumplen requisitos de capacitación, emplean a personal inhabilitado, etcétera. En octubre de 2002, el entonces presidente de la Cámara Argentina de Empresas de Seguridad e Investigaciones (CAESI) declaró en el portal especializado Seguridad y Defensa: “Es más fácil abrir una agencia que poner un quiosco”.
Nido de represores
“Muchos de los exonerados de las fuerzas armadas y de las policías provinciales por delitos de lesa humanidad supieron ´reciclarse´ como directivos técnicos de estas empresas, ya que se presentan como ´expertos de la seguridad´”, confirma Martín Medina. En febrero de este año, la recuperación de “nieto 101” sacó a la luz el caso de Víctor Alejandro Gallo, que durante la dictadura integró el batallón 601 y en estos tiempos actuó como dueño de la agencia de seguridad Lince. El apropiador de Francisco Madariaga Quintela -nació en 1977 en el hospital militar de Campo de Mayo- tenía además antecedentes delictivos por los que estuvo preso en los ´80, cuando participó del robo de una financiera y luego de la Masacre de Benavídez, donde fue asesinada una familia. Su empresa de seguridad fue fundadora de la Cámara de Empresas Líderes de Seguridad (CELSI), que fuera presidida durante sus primeros 12 años por el coronel retirado Jorge Luis Toccalino, hoy detenido por la Justicia federal de Necochea. En 2008, durante un cocktail por el 15° aniversario de la entidad, se hizo un reconocimiento a su figura, “verdadero impulsor y motor de la actividad”, “aunque no nos puede acompañar físicamente en esta celebración”.
Aunque el asunto se destapa de tanto en tanto con casos puntuales, éstos distan de ser excepciones. La edición de este mes de La Pulseada incluye un extenso informe sobre agencias de seguridad privada. En la investigación, la revista platense intentó sin éxito acceder a información pública. Ni la Dirección Fiscalizadora de Agencias de Seguridad, ni la Secretaría de Derechos Humanos (SDH), ni el organismo encargado de las normas vigentes sobre acceso a la información pública contestaron los pedidos. Una de las consultas refería a agentes, directivos o propietarios de empresas de seguridad privada que están o estuvieron involucrados en causas judiciales por delitos de lesa humanidad. Los registros existen. La SDH, a cargo de Sara Derotier de Cobacho, contestó una consulta similar hace tres años, en el marco de la causa federal referida a la desaparición de Jorge Julio López. En una carta fechada el 12 de marzo de 2007, Derotier adjunta una lista de 42 integrantes de agencias de seguridad que, según sus registros, “habrían actuado en el aparato del terrorismo de Estado”. Aclara que su secretaría no tiene la función de dictaminar inhabilitaciones, si no que se limita a informar. La lista de represores duerme entre miles de fojas de la causa López, que estos días cumple cuatro años sin aportar justicia.
Fuente, vìa :
http://www.prensadefrente.org/pdfb2/index.php/a/2010/09/19/p5951
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