Así,
por ejemplo, pueden mencionarse “democracia”, “libertad”, “pueblo”. Son
tan amplias, tan confusas y vagas que pueden dar para todo; en su
nombre se pueden tomar las armas para intentar cambiar el mundo así como
invadir un país o declarar “guerras preventivas”. No sucede lo mismo
con otros conceptos, mucho más acotados, concretos, que jamás pueden
prestarse a equívocos: “lucha de clases”, por ejemplo, o “explotación”,
por poner algunos ejemplos.
En ese orden de polisemias problemáticas encontramos la idea de “política”. Y de la mano de ella, la de “político profesional”.
En
realidad, no es común hablar de político “profesional”; en todo caso,
se habla de “político” a secas, sobreentendiéndose con ello lo que está
en juego: aquel que ejerce el ¿oficio? de hacer política como modo de
vida. Con esto, la conciencia común no se refiere al cuadro medio de la
administración pública, a los funcionarios que sí, efectivamente, mueven
los mecanismos de la organización estatal (ese es el nivel técnico)
sino a la dirigencia de ese Estado: léase “puestos políticos de los
gobiernos” (miembros de los poderes legislativos, ministros y
presidentes, autoridades municipales en muchos casos, etc., etc., en
general, cargos electivos).
El político
profesional no es el ciudadano común que se involucra en los asuntos de
la res publica (eso no pasa nunca en nuestras democracias
representativas, ¡no puede pasar nunca!) sino la persona –generalmente
varón– que se dedica de tiempo completo a moverse en el aparato de
Estado, a administrar toda esa maquinaria conociendo los vericuetos
íntimos del poder político. La noción es moderna; nace en el capitalismo
europeo, en el Estado-nación moderno que crea el capitalismo triunfante
en la Europa post renacentista, y que hoy ya se ha extendido
globalmente como sinónimo de progreso y modernidad. Esta noción de
“político” tiene en la actualidad sus códigos propios, su historia, su
identidad. Como mínimo, y aunque suene a chistoso, tiene incluso
identidad hasta en su presentación formal: varón de mediana edad, o ya
entrado en años –raramente joven– en traje y corbata con pelo corto. Y
como la mujer ya ha ingresado también a este “oficio”, por supuesto
tiene su correspondiente look, su uniforme: trajecito formal, tacones,
pelo recogido.
La profesión ya se ha
globalizado, y con las adecuaciones del caso (también vale en algunos
casos la túnica o el traje típico de la región; el “traje y la corbata”
son, en todo caso, un emblema ideológico) puede encontrársela en
cualquier punto del globo. Todo lo cual puede demostrar al menos dos
cosas: por un lado, que los vericuetos del poder y de las sociedades
basadas en las diferencias de clases, más o menos se repiten por igual
en cualquier latitud. Y por otro, que las matrices dominantes que marcan
el modo de hacer vienen impuestas por la cultura dominante, en este
caso, la visión eurocéntrica, occidental si se quiere decir de otro modo
(léase: el traje y la corbata, o… democracia representativa, formal,
democracia de los partidos políticos).
Esta
concepción lleva a la base una noción que jamás se va a expresar
abiertamente, pero que es fundamental; como dijera sarcásticamente Paul
Valéry: “la política es el arte de evitar que las personas participen en
los asuntos que les conciernen”. Es decir, la idea de político
profesional presupone que, más allá de la declaración –siempre pomposa
por cierto– de participación ciudadana, gobierno del pueblo y voluntad
popular, u otras cosas igualmente altisonantes, no se equivoca en algo
básico: el poder no está en el siempre invocado pueblo, en la gente de a
pie. Aquello fórmula de “el soberano es el pueblo”, no puede sostenerse
más que como mal chiste…
Si se quiere
expresarlo con mayor cinismo, la política profesional, la actividad que a
lo largo del siglo XX ya se “normalizó” universalmente como práctica de
los partidos políticos manejando los aparatos de Estado –eso son las
benditas democracias de cuyas supuestas bondades estamos inundados por
la ideología dominante, por el acoso mediático que identifica progreso
con esa forma de organización–, esa noción de política y del político
profesional que la ejerce es lo que, cada vez más, están por el piso.
La
“política” como actividad civil está desacreditada, abominada,
denigrada –sin mayores posibilidades de arreglo, por lo que se ve–
puesto que la mentira que encarna cada vez es más insostenible. Cuando,
por ejemplo, se dice de la movilización de un determinado sector social,
de una huelga, de una medida de fuerza, etc., que eso es “político”, se
encierra ahí una noción de qué entiende el sentido común por actividad
política: algo artero, mañoso, sucio, algo que conlleva una agenda
oculta non sancta. ¿Por qué? Porque el sistema de partidos políticos y
de profesionales de la política que conocemos no puede llevar sino a
eso: es el arte (quizá es excesivo llamarlo así: quedémonos con
práctica) que consiste en mantener el statu quo, mantener inalterable la
estructura económico-social de base, manejando (mejor aún: manipulando)
las grandes masas. Es decir: la mentira bien presentada. En palabras de
Zbigniew Brzezinky, un ideólogo estadounidense de la extrema derecha
muy transparente en sus declaraciones, “el rumbo lo marca la suma de
apoyo individual de millones de ciudadanos incoordinados que caen
fácilmente en el radio de acción de personalidades magnéticas y
atractivas [los políticos profesionales], quienes explotan de modo
efectivo las técnicas más eficientes para manipular las emociones y
controlar la razón”. La derecha sabe lo que dice, aunque lo diga por lo
bajo. ¿Quién se atreve a definir así el trabajo de un político
profesional? En los manuales de Ciencia Política eso no aparece, por
supuesto. Sólo la altanería que pueda dar la impunidad de saberse
todopoderoso permite, como a Brzezinky, decirlo sin pelos en la lengua
Es
idea repetida hasta el hartazgo que los males de la sociedad, las
injusticias y penurias que sufren las grandes mayorías, se deben a los
políticos profesionales (léase: funcionarios de Estado). Ahí es donde
puede apreciarse con toda claridad entonces la función social de la
política profesional: pasan a ser el fusible de las sociedades. Si se
quiere expresarlo de otro modo: son el “chivo expiatorio” de los
poderes, de los verdaderos poderes, los que les pagan sus campañas.
La
ideología que nos domina elude siempre mostrar la diferencia de clases y
el origen real de la explotación, de la riqueza que se genera a partir
de la alienación del trabajo de las grandes mayorías. Los problemas
sociales –es decir: las diferencias sociales– quedan explicadas por la
supuesta mala práctica de quienes administran la cosa pública, por la
sempiterna corrupción de los políticos. “Estamos mal, estamos pobre,
estamos jodidos porque los políticos se roban todo”, puede escucharse
como cantinela interminable. De ese modo el sistema como un todo se
asegura, se mantiene intacto: la “culpa” de los males no está en el
sistema mismo, sino en la corrupción de quienes lo administran. La treta
funciona muy bien, pues en general es eso lo que las mayorías repiten.
Es la administración de turno quien hace de “malo de la película”.
Exagerando, cuando el sistema hace crisis, se puede llegar a pedir que
se marchen todos los políticos, todos los administradores oficiales –de
traje y corbata– de la cosa pública, como sucedió en Argentina a fines
de 2001, cuando pasaron cinco presidentes en el lapso de dos semanas en
una explosión de ingobernabilidad. Más allá de ese desfile de
gobernantes, expulsados uno tras otro al calor popular de un indignado
“¡que se vayan todos!”, la situación de fondo no se “resolvió” con esas
partidas. La “mala praxis” de ningún político profesional explica la
caída de la economía argentina, sino los planes de capitalismo salvaje
que se aplicaron durante más de dos décadas, que dieron como resultado
una crisis espantosa resumida en el tristemente célebre “corralito”.
Aunque efectivamente “se vayan todos”, el sistema permanece. Ahí es
entonces donde se ve el papel de fusible, de tapón de la verdadera
estructura subyacente del sistema que juegan estos encorbatados
políticos.
El sistema socioeconómico funciona;
es decir: produce y reproduce su estructura (la explotación de una clase
por otro, dicho clara y simplemente). Sus administradores, mal o bien,
cumplen con su función de mantenerlo andando, de hacer funcionar los
aparatos de Estado. Que haya más o menos corrupción en esa tarea, que
haya más o menos competitividad y talento en la obra, o mediocridad, en
definitiva no altera las cosas. Dicho grotescamente: no importa el color
de la corbata de quienes ocupan determinadas sillas, determinados
cargos en la administración: el sistema como un todo se mantiene. Por
supuesto, alguien tiene que ocupar esas sillas: y ahí está entonces ese
oficio tan peculiar.
La “raza” de los
políticos profesionales es muy singular: hay que tener una buena dosis
de cinismo para poder trabajar de eso que apuntaba Valéry: “el arte de
evitar que la gente participe realmente en sus asuntos”. Es decir: hay
que ser un buen “mentiroso de oficio”. Pero no se trata de satanizar:
los políticos profesionales, detrás de sus uniformes de combate –el
traje y sus finas corbatas, o su equivalente en la versión femenina– no
son tenebrosos personajes equivalentes a capos mafiosos, aunque en
cierta forma así los pinte la conciencia popular. Algo de eso podrán
tener, sin dudas; los habrá más o menos mafiosos seguramente. Pero ellos
no son los causantes de las penurias de las grandes mayorías. Así se
fueran todos, el sistema persistiría, y los efectos del sistema: la
explotación, las injusticias, las diferencias irritantes, las asimetrías
sociales, no desaparecerían.
Es un lugar común
ver a los políticos profesionales como corruptos, aprovechados, ávidos
de poder, mentirosos (“construiremos un puente… y si no hay río,
¡construiremos un río!”). Y los partidos políticos, en tanto fábricas de
políticos profesionales son, en muchas encuestas que así lo indican,
junto a los Parlamentos (cámaras de diputados y/o senadores), las
instancias menos reputadas entre la población en términos de
credibilidad social, los más abominados, los peor calificados. Todo eso
es lo que queda en la conciencia colectiva, sin dudas. Una mirada al
entorno político de cualquier país “moderno” –léase capitalista con
sistema de democracia formal vía partidos– da más que suficientes
fundamentos a esa descripción. Ahora bien: el problema de fondo no está
en el viático irritante que puede cobrar un congresista, el vuelto que
se le queda pegado a un ministro o el soborno que cobrará algún alcalde
para otorgar un permiso de construcción. Esas son lacras del sistema
político, definitivamente. Pero así se terminara con todo eso de un día
para otro, la explotación inmisericorde, las injusticias y las
diferencias de clase no terminarían. Los políticos profesionales, como
grupo cerrado, como “gremio” profesional que son, en más de algún caso, o
en mucho casos, pueden ser despreciables (quizá más que otros gremios
que no juegan con los dineros públicos –nadie desprecia a los bomberos,
ni a las enfermeras ni a los arquitectos, por ejemplo–); pero no son
ellos la fuente de las injusticias.
Lo
dramático en todo esto es que a partir de esa práctica específica de la
política, de esa forma peculiar que han ido tomando los partidos
políticos en las democracias representativas, la idea misma de política
quedó desacreditada. Política, en ese sentido, para el imaginario
colectivo es sinónimo de desprestigio, de cosa sucia, de actitud
mafiosa. Pero la política no es sólo eso: puede ser también –y esto es
lo que hay que rescatar – la participación efectiva de la población en
los asuntos que le conciernen.
fuente, vìa:
http://www.argenpress.info/2010/08/politicos-profesionales-que-se-vayan.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario