miércoles, 18 de agosto de 2010

Mèxico : Hernán Cortés: los crímenes de la fe. Autor: Edgar González Ruiz

En nombre de dios y de la corona española, Hernán Cortés (1485-1547) encabezó la sanguinaria conquista de México y el despojo de sus riquezas. Sus Cartas de relación, enviadas a la metrópoli entre 1519 y 1534, explican la manera en que los conquistadores entendían su religión y su pretendido derecho a ejercer la guerra contra los pueblos de América.

Con los siglos, Cortés fue idolatrado por sectores de una derecha católica que tradicionalmente era también hispanista, pues encarnó el poder de las armas al servicio de una iglesia que bendecía sus crímenes.
Ese mutuo entendimiento, el mismo que se da hoy en día entre los panistas que gobiernan y el clero que impone sus normas, prosiguió con los conservadores y posteriormente con los cristeros, quienes, igual que Cortés, se jactaban de atrocidades que cometían para “defender a Dios”.

“Nuestra santa fe”

Leemos en la primera de esas misivas, dirigida el 10 de julio de 1519 a Juana la Loca y a su hijo, el emperador Carlos V, que el conquistador tuvo a bien explicarles a los nativos que no les quería hacer mal “ni daño alguno, sino… amonestar y atraer para que viniesen en conocimiento de nuestra santa fe católica y para que fuesen vasallos de vuestras majestades y les sirviesen y obedeciesen como lo hacen todos los indios y gente de estas partes que están pobladas de españoles…” (Hernán Cortés, Cartas de relación, Porrúa, México, p. 12).
Asimismo, “reprendióseles el mal que hacían en adorar ídolos y dioses que ellos tienen, y hízoseles entender cómo habían de venir en conocimiento de nuestra santa fe…” (p. 17).
Sostenía que “los malos y rebeldes, siendo primero amonestados, puedan ser punidos y castigados como enemigos de nuestra santa fe católica, y será ocasión de castigo y espanto a los que fueren rebeldes en venir en conocimiento de la verdad y evitarse han tan grandes males y daños como los que en servicio del demonio hacen…” (p. 22).
Ciertamente, los indios aprendieron a temer al demonio, encarnado en Hernán Cortés y sus secuaces, quienes decían contar con la ayuda y bendición de dios para masacrar a sus enemigos.

“Dios fue el que por nosotros peleó”

Eso afirma el conquistador en la segunda de sus Cartas, remitida al emperador el 30 de octubre de 1520: “Bien pareció que Dios fue el que por nosotros peleó, pues entre tanta multitud de gente y tan animosa y diestra en el pelear, y con tantos géneros de armas para nos ofender, salimos tan libres” (p. 37).
Enfrentado, decía, a más de 140 mil enemigos, “quiso Nuestro Señor en tal manera ayudarnos, que en obra de cuatro horas habíamos hecho lugar para que en nuestro real no nos ofendiesen…y como traíamos la bandera de la cruz y pugnábamos por nuestra fe y por servicio de vuestra sacra majestad en su muy real ventura, nos dio Dios tanta victoria que les matamos mucha gente, sin que los nuestros recibiesen daño” (p. 38).
Por sorprendente que parezca, esa forma de pensar, criminal y devota a la vez, es la misma que siglos después expresarían los apologistas de los cristeros, quienes también asesinaban en el nombre de dios.
Por ejemplo, el sacerdote Lauro López Beltrán explicaría, en su libro La persecución religiosa en México (Tradición, México, 1987), que las numerosas bajas del ejército federal contra los cristeros se debían a que éstos contaban con la “ayuda de Dios”.
Volviendo al relato de Cortés, éste menciona que en una ocasión, en que sus soldados le recomendaban retroceder, porque las condiciones le eran desventajosas, él persistió, “considerando que Dios es sobre natura, y antes que amaneciese di sobre dos pueblos, en que maté mucha gente…y como los tomé de sobresalto, salían desarmados, y las mujeres y niños desnudos por las calles, y comencé a hacerles algún daño…” (p. 39).
No cabe duda de que las obras de dios son santas, pues a decir de Cortés, “ésa fue la victoria que Dios nos había querido dar” (p. 39).
Les decía a sus soldados “que mirasen que eran vasallos de vuestra alteza y que jamás en los españoles en ninguna parte hubo falta, y que estábamos en disposición de ganar para vuestra majestad los mayores reinos y señoríos que había en el mundo, y que demás de hacer lo que como cristianos éramos obligados, en pugnar contra los enemigos de nuestra fe, y por ello en el otro mundo ganábamos la gloria y en éste conseguíamos el mayor prez y honra que hasta nuestros tiempos ninguna generación ganó” (p. 40).
A Cortés y a los suyos, según ellos mismos, dios les ayudaba a saquear, incendiar, violar, asesinar, a perpetrar episodios como el del bárbaro tormento aplicado a Cuauhtémoc, o aquél, que relata Cortés en su escrito, en que aprisionó a 50 mensajeros y les cortó las manos, acusándoles de ser espías: “…Los mandé tomar a todos cincuenta y cortarles las manos, y los envié que dijesen a su señor que de noche y de día y cuando él viniese, verían quién éramos” (p. 38).
“Por seguir la victoria que Dios nos daba”, relataba Cortés al emperador, asolaban Tenochtitlán, de tal suerte que “ayudándonos Nuestro Señor, …les ganamos aquel día y se quemaron todas las azoteas y casas y torres que había, hasta la postrera de ellas…” (p. 81).
Por supuesto, luego de cometer sus desmanes, los conquistadores, con una mentalidad similar a la de los panistas actuales, iban a misa y comulgaban, quedando así en “estado de gracia”, poseedores nada menos que del cuerpo y la sangre de Cristo.
El martes 13 de agosto de 1521, día de San Hipólito, apunta Cortés en su Tercera carta de relación, del 15 de mayo de 1522, cayó Tenochtitlán en manos de los españoles. Años después, sería construido un templo en honor a ese santo y especialmente a los conquistadores que murieron durante la noche triste, el 30 de junio de 1520.
Cinco siglos después, el recinto suele llenarse de gente devota, que, sin reflexionarlo, adopta las supersticiones que impusieron los españoles en sustitución de las antiguas creencias. Mansamente, escuchan las palabras de los sacerdotes de un credo que pregona el amor y bendice el asesinato, si se lleva a cabo, como hizo Cortés, “en el nombre de Dios” y para beneficio de sus testaferros.
Edgar González Ruiz* / *Maestro en filosofía especialista en estudios acerca de la derecha política en México

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