Los trece mil habitantes de Tierra Amarilla viven sobre una cáscara
de huevo. Así define la situación Carolina Badilla, cocinera del
restorán Un Rayito de Sol, que queda sobre la avenida Miguel Lemeur,
columna vertebral de este pueblo minero, a media hora de Copiapó. Cada
vez que tiembla el piso, dice, no sabe si es un movimiento sísmico o el
retumbe de la dinamita usada desde hace más de 10 años para hacer
túneles bajo el pueblo en busca de cobre. “Un día va a venir el
terremoto y no nos vamos a dar cuenta”, dice. El agua, asegura, tiene
arsénico y por la tarde, si se mira a contraluz, pueden distinguirse las
partículas de sílice que sobrevuelan por Tierra Amarilla, también
conocida como “la comuna de la calle larga”.
Además de los temblores, se siente el ruido de las máquinas “a
cualquier hora”, dice la cocinera. Hubo intentos de trasladar todo este
pueblo rodeado de cerros y bocaminas, donde el único árbol que se ve es
el pimiento porque precisa poca agua. “Ya movieron un pueblo que se
llamaba La Calera, que se vino abajo por los trabajos de la mina Santos,
aquí cerca. La gente terminó viviendo en una villa de Copiapó.
Entregamos un petitorio a la intendencia y bloqueamos varias bocaminas,
pero prefieren envenenarnos antes que desalojarnos como en Chuquicamata
(en Antofagasta), ahí ahora hacen minería a cielo abierto”, cuenta.
A tres cuadras, un grupo de mineros aprovecha el domingo para
practicar rayuela, un juego parecido al tejo. Usan como fichas cilindros
de metal de casi dos kilos y los lanzan desde 14 metros. Deben
embocarlos en un rectángulo delimitado con sogas y hecho de greda, una
tierra arcillosa. Son dos equipos, Pucobre y Huracán, dos de los seis
que hay en el pueblo, cuya selección pronto competirá en Viña del Mar,
como representante de toda la región de Atacama.
“¿Usted está aquí por lo que pasó con los 33 mineros? Le voy a decir
que se sabía que esa mina era mala, ni siquiera respetaban los 15
metros que tiene que haber entre un túnel y otro que está más abajo”,
prepotea el árbitro, Roberto Santander, que perdió un ojo cuando saltó
una esquirla de metal al chocar dos piezas de rayuela. “Los mineros le
traemos mucha plata al país, pero fuimos olvidados. Nuestro sindicato es
muy corrupto, arreglan rápido con las empresas, nunca nos defendieron”,
agrega.
Carlos Jorquera, el mejor en el juego, con 33 años de experiencia
bajo tierra, se acerca para contar que las casas de adobe en Tierra
Amarilla tienen rajaduras en las paredes por los temblores. “Son dos
bocaminas, Ojos del Salado y Capa Roja, y cavaron tanto que ya se tocan
entre ellas. Abajo nuestro hay un laberinto. Estamos parados sobre una
roca de metal. A 50 metros ya hay cobre”, dice. Ninguno trabaja en las
minas que van por debajo del pueblo, eso juran todos en la cancha,
detrás del bar Las Rosas. La jubilación es lo que más preocupa al grupo.
Se superponen para protestar. Dicen que “los pacos” (los carabineros) y
los militares se jubilan a los 45 o 50 años y ellos deben esperar hasta
los 65. “Y cobramos miseria, un cuarto de lo que cobran ellos. Y
encima, te jubilás a los 65... y cuánto te queda de vida. Cuatro o cinco
años porque la mayoría tenemos silicosis”, comenta Jorquera. Sentado
sobre la tribuna de tablones, José Arriagada, llama al cronista para
mostrarle un detalle del cerro.
“Eso que ves ahí no es un cerro”, dice mientras señala una pared de
400 metros de alto, de color ocre. “Es la piedra estéril que sacan de
las minas y ya no sirve. Antes ahí había una quebrada. Cerro es esa
montañita marrón, ésa, la más bajita que está al lado”, señala.
Santander deja de anotar los puntos y se acerca a contar que la
silicosis, en los tiempos que corren, tiene un solo causante: la falta
de ventilación y de oxígeno en las minas. “Nos dan máscaras para no
respirar tierra, pero como hace tanto calor adentro de las minas llega
un momento en que hay que sacársela”, asegura.
La situación más complicada, coinciden, es la de los pirquineros.
Son personas de más de 65 años que se meten por las suyas a las viejas
minas porque ya nadie los contrata. Sacan, más bien raspan, lo que
pueden como para vivir de eso. No tienen maquinaria, ni seguro alguno.
“Nacieron en las minas y se mueren ahí, es la parte... le diría que
parte más dolorosa de este negocio, si los jubilaran como corresponde no
bajarían”, dice Jorquera, después de meter las dos fichas que debe
tirar dentro del rectángulo.
Cerca de Tierra de Amarilla está la mina más grande de la región: la
centenaria Candelaria. Incluso durante los tiempos de la dominación del
Imperio Inca, dicen los mineros, se extraían metales de estos cerros.
Al rato, tiembla un poco el piso. “Ahí ve. Este sería como un temblor de
cuatro grados en la escala Richter, a veces llega hasta seis grados. Ya
nos acostumbramos a que nos minen en todo el suelo”, comenta Arriaga,
cerveza en mano, mientras cae la tarde en al canchita de rayuela.
Por recomendación de Carolina Badilla, la cocinera, Página/12 visita
a Jorge Sepúlveda, un ex minero que ahora se dedica a contratar
cuadrillas y ofertar esta mano de obra a algunas de las minas de Tierra
Amarilla. El hombre vive rodeado de casitas de madera, con techos de
chapa, que proveyó el gobierno a los mineros. Su casa es seis veces más
grande que la de sus vecinos. “Soy un minero inteligente”, dice.
Sepúlveda se queja del arsénico porque está contaminando los pocos ríos
de la zona, de los que se toma agua y con los cuales se riega los campos
de uva.
“Lo del temblor me tiene loco. Si pasa que a la noche me estoy
tirando un ‘tiro’ con mi mujer y se me van las ganas. ¿Me entiende? Las
mineras tienen plata para comprarnos los terrenos. ¿Quiere saber cuánto
ganan?”, dice. Y enseguida tira los datos: “La Candelaria saca 9
millones de dólares por día. La Carola saca 6. ¿Y saben lo que hacen
para mantenernos tranquilos? Nos regalan una plaza que costó 250 lucas
(poco más de 500 dólares). La gente, lo digo porque nací en este pueblo,
no se muere más de silicosis: se mueren de úlceras por el arsénico”.
Sepúlveda dice tener 14 amigos entre los 33 mineros atrapados.
“Lloro como un niño cada vez que veo el noticiero. Muchos eran de acá, o
trabajaron conmigo”, asegura. Una nieta suya se acerca para pedirle un
vaso de gaseosa y el hombre le pregunta cuántos vasos tomó. “Cuatro”,
dice la niña. “Suficiente... ve a buscar agua al refri”, le contesta y
por lo bajo dice: “Muchos se mueren de diabetes, si estamos todo el día
tomando gaseosas para no probar el agua de la canilla”.
fuente :
http://www.pagina12.com.ar/diario/sociedad/3-152238-2010-08-30.html
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