Imagino que hay una pobreza más dura que la material.
La de la soledad no escogida o la de la falta de alma, o la de la
precariedad de los afectos o la del déficit de humanidad. La mayoría de
los diagnósticos en este mundo de científicos tiene que ver con cifras y
es difícil ir más allá de lo supuestamente “objetivable”.
Esta semana los
estudiosos de la pobreza de la ONU nos contaron que América Latina se
desangra por la desigualdad. Puede ser que seamos más “ricos” que
África, pero somos más desiguales. Los que tienen, tienen cada día más y
los que no tienen cada vez son más y tienen menos. En medio, hay poco.
Panamá es equiparable en desigualdad a Uganda (o a Honduras, Colombia o
Paraguay) y debería mirar a algún vecino del sur, como Argentina o,
especialmente, Uruguay, que gracias a los sistemas de protección social
de sus Estados aparecen en las mejores posiciones del hemisferio.
La pobreza es relativa.
No todos nos sentimos pobres en el mismo punto. Los varemos que ha
establecido el Banco Mundial –y que ha acogido con entusiasmo la ONU
desde inicios de este milenio– son relativos. Según estas instituciones
ser pobre de remate es vivir con menos de un dólar al mes. Aunque el
Índice de Desarrollo Humano mide algo más pues incluye desde el acceso a
saneamiento básico hasta temas educativos o de salud. Quizá por eso
Cuba aparece bien en el ranking, mejor que muchos de sus vecinos; quizá
por eso Bolivia sale tan mal parada.
Pero la pobreza es más
cosas. La imposibilidad de acceder al ocio; la falta de participación en
las decisiones públicas que afectan a nuestras vidas; la humillación a
la que se nos somete en el servicio público de salud; las terribles
horas gastadas en el empobrecido transporte para llegar al pobre
trabajo; la falta de educación de calidad y liberadora; el triste
sometimiento al discurso religioso como única salida de emergencia a
esta vida que no se comprende en medio de tanta precariedad; el diario
contagio de la mentira a través de los medios de comunicación; la
castración sexual; el abuso permanente que sufren niñas, adolescentes,
jóvenes y mujeres; la patética dictadura televisiva que adormece e
idiotiza…
A veces, para sentirse
rico, hacen falta menos cosas y más derechos. Menos plata y más
personas, más redes auténticas de fraternidad, más amor horizontal, más
trabajo pero con menos explotación… El índice de desigualdad (que para
la ONU tiene nombre femenino, Gini) marca la pauta de la explotación.
Con los ingresos que tiene Panamá este país debería ser, como mínimo, un
Uruguay, claro que allá la educación es importante, hay una tradición
cultural alimentada y cuidada, permiten que un ex guerrillero sea
presidente sin que nadie le esté recordando todo el día pasado o
perfidias, y no se han dado a la tarea de abrir el territorio nacional
como un plátano para regalarlo a las mineras.
La pobreza, a veces, es
no ver, no darse cuenta de que los humanos no somos animales sin
sentimientos que solo precisamos de trabajo y dinero. Un buen libro, un
paseo por una calle limpia y segura, una limonada en una terraza que no
cueste como un coctel en un hotel de cinco estrellas, una pareja honesta
y cercana, un futuro dibujado por nosotros mismos… la riqueza del ser
humano es lo que colma su alma y eso, por desgracia, no hay casi
político que lo intuya ni programa de gobierno que lo abarque.
Levantarse en la mañana y
ver a tu lado los párpados con los que amanece la sonrisa, o saber que
la gente que te rodea no son el enemigo sino la comunidad que nos acoge
son algunas de aquellas cosas que los expertos no miden y que los
empresarios no tasan (todavía). La desigualdad es el peor tumor visible
de la sociedad capitalista; la pobreza, la lacra que marca a los
excluidos del paraíso de las cosas y de la ciudadanía.
fuente, vìa :
http://www.panamaprofundo.org/boletin/opinion/pobres-habitando-la-desigualdad.htm
http://www.panamaprofundo.org/boletin/opinion/pobres-habitando-la-desigualdad.htm
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