Este texto fue leído en la clausura del Foro Mundial Social reunido
en Porto Alegre (Brasil)
Comenzaré por contar en brevísimas palabras un hecho notable de la
vida rural ocurrido en una aldea de los alrededores de Florencia hace
más de cuatrocientos años. Me permito solicitar toda su atención para
este importante acontecimiento histórico porque, al contrario de lo
habitual, la moraleja que se puede extraer del episodio no tendrá que
esperar al final del relato; no tardará nada en saltar a la vista.
Estaban los habitantes en sus casas o trabajando los cultivos,
entregado cada uno a sus quehaceres y cuidados, cuando de súbito se oyó
sonar la campana de la iglesia. En aquellos píos tiempos (hablamos de
algo sucedido en el siglo XVI), las campanas tocaban varias veces a lo
largo del día, y por ese lado no debería haber motivo de extrañeza, pero
aquella campana tocaba melancólicamente a muerto, y eso sí era
sorprendente, puesto que no constaba que alguien de la aldea se
encontrase a punto de fenecer. Salieron por lo tanto las mujeres a la
calle, se juntaron los niños, dejaron los hombres sus trabajos y
menesteres, y en poco tiempo estaban todos congregados en el atrio de la
iglesia, a la espera de que les dijesen por quién deberían llorar. La
campana siguió sonando unos minutos más, y finalmente calló. Instantes
después se abría la puerta y un campesino aparecía en el umbral. Pero,
no siendo éste el hombre encargado de tocar habitualmente la campana, se
comprende que los vecinos le preguntasen dónde se encontraba el
campanero y quién era el muerto. ‘El campanero no está aquí, soy yo
quien ha hecho sonar la campana’, fue la respuesta del campesino. ‘Pero,
entonces, ¿no ha muerto nadie?’, replicaron los vecinos, y el campesino
respondió: ‘Nadie que tuviese nombre y figura de persona; he tocado a
muerto por la Justicia, porque la Justicia está muerta’.
¿Qué había sucedido? Sucedió que el rico señor del lugar (algún conde
o marqués sin escrúpulos) andaba desde hacía tiempo cambiando de sitio
los mojones de las lindes de sus tierras, metiéndolos en la pequeña
parcela del campesino, que con cada avance se reducía más. El
perjudicado empezó por protestar y reclamar, después imploró compasión, y
finalmente resolvió quejarse a las autoridades y acogerse a la
protección de la justicia. Todo sin resultado; la expoliación continuó.
Entonces, desesperado, decidió anunciar urbi et orbi (una aldea tiene el
tamaño exacto del mundo para quien siempre ha vivido en ella) la muerte
de la Justicia. Tal vez pensase que su gesto de exaltada indignación
lograría conmover y hacer sonar todas las campanas del universo, sin
diferencia de razas, credos y costumbres, que todas ellas, sin
excepción, lo acompañarían en el toque a difuntos por la muerte de la
Justicia, y no callarían hasta que fuese resucitada. Un clamor tal que
volara de casa en casa, de ciudad en ciudad, saltando por encima de las
fronteras, lanzando puentes sonoros sobre ríos y mares, por fuerza
tendría que despertar al mundo adormecido… No sé lo que sucedió después,
no sé si el brazo popular acudió a ayudar al campesino a volver a poner
los lindes en su sitio, o si los vecinos, una vez declarada difunta la
Justicia, volvieron resignados, cabizbajos y con el alma rendida, a la
triste vida de todos los días. Es bien cierto que la Historia nunca nos
lo cuenta todo…
Supongo que ésta ha sido la única vez, en cualquier parte del mundo,
en que una campana, una inerte campana de bronce, después de tanto tocar
por la muerte de seres humanos, lloró la muerte de la Justicia. Nunca
más ha vuelto a oírse aquel fúnebre sonido de la aldea de Florencia, mas
la Justicia siguió y sigue muriendo todos los días. Ahora mismo, en
este instante en que les hablo, lejos o aquí al lado, a la puerta de
nuestra casa, alguien la está matando. Cada vez que muere, es como si al
final nunca hubiese existido para aquellos que habían confiado en ella,
para aquellos que esperaban de ella lo que todos tenemos derecho a
esperar de la Justicia: justicia, simplemente justicia. No la que se
envuelve en túnicas de teatro y nos confunde con flores de vana retórica
judicial, no la que permitió que le vendasen los ojos y maleasen las
pesas de la balanza, no la de la espada que siempre corta más hacia un
lado que hacia otro, sino una justicia pedestre, una justicia compañera
cotidiana de los hombres, una justicia para la cual lo justo sería el
sinónimo más exacto y riguroso de lo ético, una justicia que llegase a
ser tan indispensable para la felicidad del espíritu como indispensable
para la vida es el alimento del cuerpo. Una justicia ejercida por los
tribunales, sin duda, siempre que a ellos los determinase la ley, mas
también, y sobre todo, una justicia que fuese emanación espontánea de la
propia sociedad en acción, una justicia en la que se manifestase, como
ineludible imperativo moral, el respeto por el derecho a ser que asiste a
cada ser humano.
Pero las campanas, felizmente, no doblaban sólo para llorar a los que
morían. Doblaban también para señalar las horas del día y de la noche,
para llamar a la fiesta o a la devoción a los creyentes, y hubo un
tiempo, en este caso no tan distante, en el que su toque a rebato era el
que convocaba al pueblo para acudir a las catástrofes, a las
inundaciones y a los incendios, a los desastres, a cualquier peligro que
amenazase a la comunidad. Hoy, el papel social de las campanas se ve
limitado al cumplimiento de las obligaciones rituales y el gesto
iluminado del campesino de Florencia se vería como la obra desatinada de
un loco o, peor aún, como simple caso policial. Otras y distintas son
las campanas que hoy defienden y afirman, por fin, la posibilidad de
implantar en el mundo aquella justicia compañera de los hombres, aquella
justicia que es condición para la felicidad del espíritu y hasta, por
sorprendente que pueda parecernos, condición para el propio alimento del
cuerpo. Si hubiese esa justicia, ni un solo ser humano más moriría de
hambre o de tantas dolencias incurables para unos y no para otros. Si
hubiese esa justicia, la existencia no sería, para más de la mitad de la
humanidad, la condenación terrible que objetivamente ha sido. Esas
campanas nuevas cuya voz se extiende, cada vez más fuerte, por todo el
mundo, son los múltiples movimientos de resistencia y acción social que
pugnan por el establecimiento de una nueva justicia distributiva y
conmutativa que todos los seres humanos puedan llegar a reconocer como
intrínsecamente suya; una justicia protegida por la libertad y el
derecho, no por ninguna de sus negaciones. He dicho que para esa
justicia disponemos ya de un código de aplicación práctica al alcance de
cualquier comprensión, y que ese código se encuentra consignado desde
hace cincuenta años en la Declaración Universal de los Derechos Humanos,
aquellos treinta derechos básicos y esenciales de los que hoy sólo se
habla vagamente, cuando no se silencian sistemáticamente, más
desprestigiados y mancillados hoy en día de lo que estuvieran, hace
cuatrocientos años, la propiedad y la libertad del campesino de
Florencia. Y también he dicho que la Declaración Universal de los
Derechos Humanos, tal y como está redactada, y sin necesidad de alterar
siquiera una coma, podría sustituir con creces, en lo que respecta a la
rectitud de principios y a la claridad de objetivos, a los programas de
todos los partidos políticos del mundo, expresamente a los de la
denominada izquierda, anquilosados en fórmulas caducas, ajenos o
impotentes para plantar cara a la brutal realidad del mundo actual, que
cierran los ojos a las ya evidentes y temibles amenazas que el futuro
prepara contra aquella dignidad racional y sensible que imaginábamos que
era la aspiración suprema de los seres humanos. Añadiré que las mismas
razones que me llevan a referirme en estos términos a los partidos
políticos en general, las aplico igualmente a los sindicatos locales y,
en consecuencia, al movimiento sindical internacional en su conjunto. De
un modo consciente o inconsciente, el dócil y burocratizado
sindicalismo que hoy nos queda es, en gran parte, responsable del
adormecimiento social resultante del proceso de globalización económica
en marcha. No me alegra decirlo, mas no podría callarlo. Y, también, si
me autorizan a añadir algo de mi cosecha particular a las fábulas de La
Fontaine, diré entonces que, si no intervenimos a tiempo -es decir, ya-
el ratón de los derechos humanos acabará por ser devorado
implacablemente por el gato de la globalización económica.
¿Y la democracia, ese milenario invento de unos atenienses ingenuos
para quienes significaba, en las circunstancias sociales y políticas
concretas del momento, y según la expresión consagrada, un Gobierno del
pueblo, por el pueblo y para el pueblo? Oigo muchas veces razonar a
personas sinceras, y de buena fe comprobada, y a otras que tienen
interés por simular esa apariencia de bondad, que, a pesar de ser una
evidencia irrefutable la situación de catástrofe en que se encuentra la
mayor parte del planeta, será precisamente en el marco de un sistema
democrático general como más probabilidades tendremos de llegar a la
consecución plena o al menos satisfactoria de los derechos humanos. Nada
más cierto, con la condición de que el sistema de gobierno y de gestión
de la sociedad al que actualmente llamamos democracia fuese
efectivamente democrático. Y no lo es. Es verdad que podemos votar, es
verdad que podemos, por delegación de la partícula de soberanía que se
nos reconoce como ciudadanos con voto y normalmente a través de un
partido, escoger nuestros representantes en el Parlamento; es cierto, en
fin, que de la relevancia numérica de tales representaciones y de las
combinaciones políticas que la necesidad de una mayoría impone, siempre
resultará un Gobierno. Todo esto es cierto, pero es igualmente cierto
que la posibilidad de acción democrática comienza y acaba ahí. El
elector podrá quitar del poder a un Gobierno que no le agrade y poner
otro en su lugar, pero su voto no ha tenido, no tiene y nunca tendrá un
efecto visible sobre la única fuerza real que gobierna el mundo, y por
lo tanto su país y su persona: me refiero, obviamente, al poder
económico, en particular a la parte del mismo, siempre en aumento,
regida por las empresas multinacionales de acuerdo con estrategias de
dominio que nada tienen que ver con aquel bien común al que, por
definición, aspira la democracia. Todos sabemos que así y todo, por una
especie de automatismo verbal y mental que no nos deja ver la cruda
desnudez de los hechos, seguimos hablando de la democracia como si se
tratase de algo vivo y actuante, cuando de ella nos queda poco más que
un conjunto de formas ritualizadas, los inocuos pasos y los gestos de
una especie de misa laica. Y no nos percatamos, como si para eso no
bastase con tener ojos, de que nuestros Gobiernos, esos que para bien o
para mal elegimos y de los que somos, por lo tanto, los primeros
responsables, se van convirtiendo cada vez más en meros comisarios
políticos del poder económico, con la misión objetiva de producir las
leyes que convengan a ese poder, para después, envueltas en los dulces
de la pertinente publicidad oficial y particular, introducirlas en el
mercado social sin suscitar demasiadas protestas, salvo las de ciertas
conocidas minorías eternamente descontentas…
¿Qué hacer? De la literatura a la ecología, de la guerra de las
galaxias al efecto invernadero, del tratamiento de los residuos a las
congestiones de tráfico, todo se discute en este mundo nuestro. Pero el
sistema democrático, como si de un dato definitivamente adquirido se
tratase, intocable por naturaleza hasta la consumación de los siglos,
ése no se discute. Mas si no estoy equivocado, si no soy incapaz de
sumar dos y dos, entonces, entre tantas otras discusiones necesarias o
indispensables, urge, antes de que se nos haga demasiado tarde, promover
un debate mundial sobre la democracia y las causas de su decadencia,
sobre la intervención de los ciudadanos en la vida política y social,
sobre las relaciones entre los Estados y el poder económico y financiero
mundial, sobre aquello que afirma y aquello que niega la democracia,
sobre el derecho a la felicidad y a una existencia digna, sobre las
miserias y esperanzas de la humanidad o, hablando con menos retórica, de
los simples seres humanos que la componen, uno a uno y todos juntos. No
hay peor engaño que el de quien se engaña a sí mismo. Y así estamos
viviendo.
No tengo más que decir. O sí, apenas una palabra para pedir un
instante de silencio. El campesino de Florencia acaba de subir una vez
más a la torre de la iglesia, la campana va a sonar. Oigámosla, por
favor.
fuente, vìa :
http://www.apiavirtual.com/2010/06/20/este-mundo-de-la-injusticia-globalizada/#more-33795
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