En un país con cuarenta y cinco millones de habitantes, casi tres
millones de desplazados y 38.000 desaparecidos en las cuatro décadas de
conflicto que lleva sufriendo es difícil encontrar a alguien que no
tenga alguna víctima entre sus allegados. Y muy fácil encontrar a
familias enteras que han sufrido el azote despiadado de la violencia
sobre varios de sus miembros. Ése es el caso de Luz Agüelo, una joven de
veinticuatro años, hija de campesinos y perteneciente a ese 46
por ciento de la población de Colombia que es pobre, y en
muchas ocasiones, al 18% de éstos que viven en la indigencia y que no
tienen recursos para el consumo mínimo de las calorías necesarias. Tanto
es así, que hoy su madre, para que pudieran viajar hasta el lugar donde
supuestamente está enterrado su hermano, víctima de los paramilitares,
ha tenido que pedir un préstamo. “No sé que nos tocará hacer para
pagarlo pero lucharemos para pagarlo y seguir adelante”.
Hasta los quince años, ayudar a su madre a criar a sus seis
“hermanitos”, como ella los llama, y cultivar el pedazo de tierra que
tenían eran sus principales problemas. Fue entonces, cuando ingresó
en la guerrilla Ejército de Liberación Nacional (ELN) según
ella de forma forzada: “iban por las veredas y cogían a los pelaos
(niños) y ya”. Allí pasó dos años de los que habla mucho sobre su
formación como enfermera y labores propias de mantenimiento (cocinar,
buscar leña, limpiar…) y muy poco sobre los combates. Sólo cuando
explica por qué se escapó menciona un disparo que le alcanzó en un
enfrentamiento con el Ejército. “Me cansé de ver tanta injusticia, cómo
tumbaban pueblos enteros, cómo mataban niños, gente inocente. La
ideología es bonita (…) pero los hechos son muy atroces”. Luz se
inscribió entonces en el
Plan Nacional de Reinserción del Comité Operativo para la Dejación de
las Armas como desmovilizada de la guerrilla. “Por haberme entregado
voluntariamente, supuestamente teníamos algunos derechos como un
capital semilla para reintegrarnos a la sociedad, pero nunca lo
cumplieron”. Luz Agüelo asegura que entregó armas, munición así como
documentos de la organización. Según estos datos, el Estado debería
haberle concedido una ayuda económica de quince salarios mínimos
mensuales, en el caso de que quisiera estudiar grados superiores el 50
por ciento de los gastos, así como seguro médico y una ayuda para
emprender micro empresas u otros proyectos laborales. Nada de esto se ha
cumplido.
Pero el pertenecer a la guerrilla no le evitó perder familiares a
manos de ninguno de los bandos de esta guerra. Un tío asesinado por los
paramilitares, otro tío en un ataque a una estación de policía del
pueblo antioqueño San Franciso por parte de las FARC, un hermano miembro
también de la guerrilla asesinado por paramilitares junto a siete
amigos, todos ellos menores de edad, y finalmente su hermano Norvey, de
diecisiete años que fue asesinado cuando iba a visitar a su novia por
los paramilitares.
Luz Agüelo sabe desde hace diez años dónde está enterrado su hermano
Norvey. Alguien le había mostrado el lugar pocas semanas después de la
desaparición. Pero de aquello hace diez años y entonces no eran tiempos
apropiados para ir a desenterrarlo, denunciar su desaparición y ni tan
siquiera para hablar mucho del asunto. Su pueblo, San Francisco en el
departamento de Antioquia, ha sido muy castigado por la guerrilla y por
los paramilitares. Y es muy probable que se cruzaran con los asesinos a
menudo.
Así que hoy, tras muchos años de silencio, su madre, una mujer
silenciosa, robusta y con un rostro de profundas arrugas que le echan
encima veinte años más de los cuarenta y pocos que tiene, y ella han
emprendido el camino hacia la montaña acompañadas por un equipo de la
Fiscalía de Antioquia que a la semana hace una media de cuatro búsquedas
de víctimas de los paramilitares, guerrillas y Ejército. Junto a una
loma dedicada al cultivo de patatas, tras un par de intentos fallidos y
gracias a la pericia del forense que ya intuye los lugares elegidos por
los asesinos, el olor de la tierra extraida con una sonda presagia que
ahí, justo debajo de nuestros pies hay enterrado alguien o algo. Por el
olor y la textura, el forense anuncia que el cadáver de lo que hay
enterrado ahí es más reciente que el de su hermano. “Así nos ha pasado,
que vamos por uno, no lo encontramos y nos llevamos a otro”, explica el
forense a Luz cuando se asusta ante la posibilidad de encontrar los
restos que no sean los de su hermano. Tras la excavación de un pequeño
agüjero, el forense encuenra un escapulario y confirma “Aquí hay un
paciente”.
La madre se acurruca tras un árbol. Llora, aunque contenida. Más bien
parece petrificada. Su hija pregunta “¿Y si las pruebas de ADN
demuestran que no es mi hermano, seguirán buscándolo?”, pregunta Luz.
“Claro, el problema es que por esta zona unos amiguitos tuyos dejaron
unas bombitas” le contesta el forense, que trabaja codo con codo con los
militares para poder acceder a zonas de presencia guerrillera. Muchos
compañeros han perdido miembros del cuerpo por el efecto de las minas
antipersona fabricadas artesanalmente, o incluso la vida.
Pero la madre y la hermana del “paciente” no han venido solas. Les
acompaña el marido de la joven, un ex paramilitar con
el que se casó hace unos cuatro años y con el que comparte la vida como
desmovilizados y un pasado vinculado directamente a la guerra, aunque
enfrentados. Son muy afectuosos entre ellos. Han caminado de la mano
todo el camino y él le acaricia la cara cuando ella empieza a tiritar
ante el descubrimiento, poco a poco, de un cuerpo pequeño, vestido con
botas de agua. El sitio del enterramiento coincide con un riachuelo de
agua subterránea. Éste hecho ha favorecido la conservación del cuerpo de
algunos de los tejidos del cuerpo que, junto al agua, rellenan la ropa
dando la falsa impresión de que bajo éstas sigue habiendo carne.
La madre reconoce la ropa, la hermana recuerda que tenía el pelo
igual de largo que algunos de los que aún hoy permanecen pegados al
cráneo. El marido ex paramilitar tiene los ojos vidriosos y el rostro
colorado. Cuesta imaginar los pensamientos que cruzaran su mente. No
habla en todo el día. Se turna en la tarea de consolar a su suegra y a
su esposa. Ambas permanecen como dos fantasmas.
El forense recoge los restos ayudado por los ropajes, lo que evita
que la madre tenga que ver huesos ni otras sustancias que hagan más duro
el momento. Apenas una hora más tarde, apenas quedan huellas de lo
ocurrido. El propio ex paramilitar junto al ayudante del forense ha
rellenado con tierra la fosa. Una bolsa de plástico negro precintada, de
apenas cuarenta centimetros cuadrados, basta para lo que ha quedado de
este joven.
De camino al hospital más cercano en una furgoneta pick up
de la Fiscalía, el matrimonio de jóvenes viaja en la bañera del
automóvil junto a la bolsa de los restos. Los socavones del camino
provocan que la bolsa se mueva entre sus pies. La hermana tiene un
rictus de recogimiento, mientras su marido no deja de abrazarla en un
respetuoso silencio. “Muchos piensan que uno hace esto por interés de un
dinero que le van a dar, pero no. Uno hace esto porque tiene la
oportunidad de recuperar a sus familiares y para uno es una gran
satisfacción. Que uno es muy pobre y acepta las ayudas que le den, pues
claro. Pero, eso no va a tapar todo el daño y el dolor que los
paramilitares nos hicieron. Uno no olvida”.
fuente, vìa :
http://desentranando-colombia.periodismohumano.com/2010/06/16/los-desparecidos-luz-victima-de-todos-los-frentes-del-conflicto/
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