En el
mundo capitalista el trabajador ha sido reducido a una parcela, a una
casilla, a un núcleo invisible donde él se encuentra sólo, desarmado; ha
sido despojado hasta de su conciencia para asumir el camino (y el
derecho) de rebelión. “No he nacido para ser una máquina de escribir ni
una calculadora…Le agradezco que tenga la energía necesaria para
despedirme y le ruego que piense de mí lo que le plazca…En sus oficinas,
de las que tanto bombo se hace, en las que tantos quisieran trabajar,
no se habla nunca de cómo evoluciona un hombre joven. Me importa un
rábano gozar de la ventaja que supone un sueldo mensual fijo. Sería una
forma de decaer, de embrutecerme, de acobardarme, de anquilosarme. Le
sorprenderá oírme usar expresiones semejantes, pero tendrá que admitir
que estoy diciendo la verdad pura y simple”. Tal verdad, dicha con la
humildad de que quien ha decidido jugarse la sobrevivencia para obtener
la vida o la nada, forma parte de uno de los diálogos de la novela Los
hermanos Tanner (1907) de Robert Walser (Suiza, 1878-1956). Y, por muy
paradójico que resulte (sobre todo si creemos que el capitalismo ofrece
avances laborales), tal verdad sería muy difícil que un trabajador de
los comienzos del siglo XXI se atreviera a decírsela a su jefe.
El trabajador real
de hoy es un ser mucho más (progresivamente) pasivo que el trabajador
ficticio de Walser. No obstante, más allá de la propuesta de ficción
literaria (pues la política y la economía nos imponen ficciones), cierto
es que a partir de la década del 80 del siglo XX se aceleró el proceso
de desmontaje de la conciencia crítica del trabajador. Observando el
panorama mundial, incluso, con mayor fuerza, hoy, en los llamados países
del primer mundo, pareciera que vamos camino a entregar, en paz, los
logros que en otros momentos históricos costaron sangre. El colectivo ha
sido desmembrado; el individuo ha sido paralizado, en mente y acción.
El letargo generalizado es tal que no se perciben muchas señales de
vida.
El capitalismo, en su carrera veloz hacia el
desastre (recuerden que al monstruo en algún momento le estallará el
estómago), impuso la pregunta y la respuesta de la sobrevivencia: entre
la dignidad y la familia siempre vence el miedo. Y todo parece indicar
que muchos, por miedo, están dispuestos a formar parte del ejército
idiotizado (y masivo) de las grandes corporaciones a cambio de captar un
poco de vida (la vida que no era vida). Cualquier nuevo intento que se
pretenda impulsar para liberar al trabajador del siglo XXI, deberá
estudiar (a fondo) la estructura de la tragedia invisible que hoy
padecemos. El individuo ya no deposita su fe ni en la religión ni en la
política; ahora, por sobrevivencia, la única fe permitida es la de la
economía (el fundamentalismo económico). Y ante esa ley difícil será que
un trabajador se atreva a levantar la voz contra el laberinto donde le
han encerrado su existencia. Habrá que contar con los trabajadores que,
ante la miserable pregunta, puedan responder que defienden por igual la
dignidad, la familia y el mundo.
fuente, vìa :
http://cultural.argenpress.info/2010/05/el-laberinto-del-trabajador.html
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