MÉXICO, D.F., 18 de mayo.- La Iglesia me duele tanto que hasta ahora
me había prohibido escribir sobre su escándalo. Pero guardar silencio
cuando se tiene una presencia pública es otorgar, y yo ya no quiero
otorgar nada. Así que hablaré de ella, como sólo puede hablarse de lo
que se ama profundamente en su imperfección: de manera dolorosa.
Es evidente que en su condición de cosa social, de institución, la
Iglesia es –como lo señala una parte de la antigua fórmula que la
define– una meretrix, una puta, y como tal ha sido la madre de las
instituciones modernas: nada la distingue –a no ser que ella, desde su
reconocimiento por el imperio romano en el siglo VI, fue la primera– de
su hijo bastardo: el Estado y sus instituciones; nada distingue, en
consecuencia –a no ser también que sus clérigos antecedieron a las
clerecías políticas y profesionales que se forman en los partidos y en
las universidades–, a sus clérigos, como Marcial Maciel, Norberto Rivera
u Onésimo Cepeda, de políticos como Mario Marín, Ulises Ruiz y los
encubridores de su partido; nada tampoco distingue la manera en que el
cardenal Sodano defendió en la ceremonia del Viernes Santo a Benedicto
XVI –“las 3 mil diócesis, los 400 mil sacerdotes estamos contigo”– de la
política “del montón” con la que los partidos suelen defender a sus
líderes cuando son atacados.
El rostro social de la Iglesia es, como digo, el modelo de las
instituciones modernas de la laicidad, tan prostituidas como ella. Lo
que, sin embargo, la hace aún más odiosa –de allí la dureza de los
ataques– es que ha traicionado lo que siempre ha defendido: no sólo la
más alta norma moral de Occidente, sino su rostro más acabado, la
caridad. Dura hacia afuera, como los saduceos de la época de Jesús –sus
posiciones frente al condón, el aborto, los matrimonios fracasados, las
mujeres y los homosexuales–, ha sido laxa e hipócrita hacia adentro
–encubrimientos, simulaciones, corrupciones, pactos con los poderes de
los Estados y de la economía, perdones obtenidos con los dientes
apretados, complicidades y faltas a la caridad–. La injusticia de su
hipocresía ha sido tan atroz que nada en el orden de lo humano puede
colmar el dolor y el escándalo que ha causado.
Sin embargo, hay en esa antigua fórmula que cité y que la define con
la exactitud de la metáfora, otra condición que su rostro social debe
atender para verdaderamente purificarse. Su condición de casta, que nace
de la apertura a su Señor.
La Iglesia, no como cosa social, sino como realidad espiritual, se
hace no por ella misma, como lo pretende parte de la jerarquía, sino por
la gracia de su Señor (hay que recordar el poema 16 de Ezequiel). Ese
Señor que la rescata no es, contra lo que piensa, un Sodano, un Norberto
o un Onésimo, el rostro del César que tiene que movilizar a sus huestes
para defenderse de su degradación, sino el del Cristo pobre y sometido a
la intramundanidad. Ese Cristo –que, como una profecía cumplida, dijo:
“Cuídense de la levadura de los fariseos. Nada hay encubierto que no se
descubra, nada oculto que no se divulgue. Porque lo que digan de noche
se escuchará en pleno día; lo que digan al oído en las bodegas se
proclamará desde las azoteas” (Lucas 12, 1.2)– asumió todo el mal y,
pobre, con la cruz a cuestas, se sometió al poder de los hombres. Ese
Cristo no defendió nada. Asumió, en la pobreza de su caridad, todo el
mal frente a la mundanidad de los poderes.
Lo que, por lo tanto, estamos esperando los católicos, que sólo desde
allí amamos dolorosamente nuestro cuerpo prostituido, son signos de la
presencia de ese Cristo. No nos basta que Benedicto XVI, quien eligió el
ambiguo y lento camino de las reformas institucionales, vaya, arropado
por el “montón” católico convocado por Sodano, a pedir perdón a las
víctimas de país en país –ese gesto no lo distingue de lo que podría
hacer cualquier hombre de institución–. Nos gustaría verlo –asumiendo
uno de sus mayores epítetos: “el siervo de los siervos de Dios”– con la
pobre y desgarrada túnica de Cristo, reuniendo a las víctimas en San
Pedro, haciendo una misa de perdón y reconciliación y caminando con
ellas hasta la plaza pública con el único testimonio de su pobreza y de
su caridad. Nos gustaría ver a Norberto –que no dejó de encubrir a
Maciel– y a una buena parte de la Legión haciendo lo mismo, y, después
de renunciar, en el caso de Norberto, a su cardenalato, y, en el de los
legionarios, a sus prerrogativas, caminar hacia un monasterio y
someterse al rigor de esa vida. Nos gustaría ver en ellos el signo de
Cristo y no el del César que se protege de sus miserias; ese signo que,
en medio del cuerpo prostituido de la Iglesia, se hace presente en cada
sacerdote, en cada monja(e), en cada laico(a), en cada no creyente que,
renunciando al poder, sin encubrir sus miserias, está, con el perdón en
los labios, en la cabecera de los agonizantes y de los despreciados, de
las víctimas y de los olvidados del mundo; en cada hombre que,
sabiéndolo o no, da testimonio, en el amor, la verdad y la humildad, de
la dignidad de lo humano y de aquello que, por encima de los poderes del
mundo y sus hipocresías, lo sobrepasa y hace posible la castidad que
nunca nos pertenece por nosotros mismos. Sólo desde allí la Iglesia
visible volverá a ser levadura.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar
a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la
Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la
Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco
y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
vìa, fuente :
http://www.proceso.com.mx/rv/modHome/detalleExclusiva/79485
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