El brutal asesinato, tortura y violación de Rosa Elvira Cely, en pleno Parque Nacional de Bogotá,
ha causado una justa ola de indignación en todo el país. Al grito de
“¡Ni una Rosa más!” miles de bogotanos se reunieron el 3 de junio en el
lugar del macabro crimen a rendir sentido tributo a esta víctima y a
protestar vehemente contra la violencia contra la mujer.
En
este espacio no quiero extenderme demasiado sobre este crimen en
particular, que lamentablemente, es uno más entre miles de abusos y
feminicidios que ocurren cotidianamente en Colombia. Ni
quiero tampoco referirme a las múltiples negligencias que
contribuyeron, en algún grado, al desenlace fatal de esta historia (una
respuesta inadecuada de la policía a los llamados de auxilio,
negligencia en su atención médica, que no se atendieran sus heridas de
puñal que fueron las que finalmente le ocasionaron la muerte, etc.).
Sobre lo que quiero llamar la atención es sobre la hipocresía de los
medios y las élites colombianas que hoy se horrorizan ante el cadáver de
Rosa Elvira Cely, pero que sistemáticamente han hecho la vista gorda
ante los crímenes del paramilitarismo, que son calco y copia del
empalamiento de Rosa Elvira Cely.
La
práctica del empalamiento, es decir, la penetración forzosa por el ano o
la vagina de la víctima con un palo que le perfora los órganos
internos, a veces saliendo por la boca, no es un acto sádico novedoso.
Es una práctica que, de hecho, se ha aplicado en Colombia desde los
inicios de la violencia conservadora a mediados de los ‘40, en
innumerables veredas y zonas rurales, donde las cuadrillas de
chulavitas, pájaros o paramilitares (como se les ha llamado en
diferentes épocas y regiones a los ejércitos privados al servicio de
terratenientes y caciques políticos del establecimiento) se han
desplazado aterrorizando a la población, utilizando a la violencia
sexual como una forma de amedrentamiento y control. El empalamiento, así
como otras formas de agresión sádica hacia la mujer (cercenar los
senos, extraer el feto del vientre de las embarazadas, por ejemplo),
demuestran la notable continuidad entre la violencia “chulavita” de los
‘40 y la violencia “paraca” de los ‘90 hasta ahora. La agresión hacia la
mujer, y hacia las niñas, es vista en la lógica paramilitar como una
manera de humillar y proyectar el control total,
patriarcal-machista-violento, sobre comunidades que consideran hostiles a
su proyecto de “Estado comunitario” o aliadas de la “subversión”. En
palabras de la investigadora Donny Meertens, la
violencia sexual “no es tolerada como un acto de perversión individual,
sino que ha sido permitida como una práctica sistemática de guerra,
aplicable solamente a comunidades específicas”[1].
Volviendo
al empalamiento, abundan los casos de mujeres que, por haber sido
señaladas de ser amantes de un guerrillero, se les violó, asesinó y, en
muchos casos, empaló. El empalamiento, por citar un ejemplo, fue
utilizado en la masacre del Salado, en los Montes de María, en el 2000: al menos una víctima, Neivis Arrieta, de 18 años, fue empalada al ser acusada de amante de un guerrillero de las Farc-EP [2]. Según Olga Amparo Sánchez, de la Casa de la Mujer, en Tumaco hoy
en día se está utilizando el empalamiento como una práctica sistemática
por parte de paramilitares y lo mismo ocurre en muchas otras regiones
del país [3]. También los paramilitares han torturado con el
empalamiento a homosexuales en sus áreas de control y en sus campañas de
“limpieza social” [4].
Los medios
colombianos, que hoy se rasgan los vestidos con el horror del
empalamiento de Cely, jamás se escandalizaron demasiado cuando estas
prácticas eran llevadas a efecto por los paramilitares en “zonas rojas”,
frecuentemente de la mano de la fuerza pública. Los medios, que estaban
al tanto de todo cuanto ha ocurrido en las zonas rurales de Colombia
desde los inicios de la ofensiva paramilitar de los ‘80, jamás
informaron con lujo de detalle, como sí hicieron con el caso de Cely, de
las atrocidades cometidas por el binomio paramilitarismo-ejército [5].
Curiosamente, nos hemos tenido que enterar del real calibre de esta
barbarie a través de los informes de organizaciones de Derechos Humanos o
mediante páginas especializadas en el conflicto, como Verdad Abierta, o a través del trabajo de periodistas extranjeros, como el ahora célebre Roméo Langlois. Los periodistas colombianos, salvo muy honrosas excepciones -Hollman Morris
a la cabeza de ellos-, han optado por no investigar sobre estos temas,
sea por mediocridad, pereza, por miedo, autocensura, lambonería o
complicidad. Y digo complicidad, porque los grupos económicos que
manejan los medios en Colombia tienen plena identidad de intereses con
los sectores económicos colombianos que han financiado, armado y
estimulado al paramilitarismo (extractivos, mafiosos, ganaderos,
terratenientes, multinacionales, etc.). Todos al final son la misma
rosca. Los medios masivos colombianos, a lo más, lamentaron los
“excesos” del paramilitarismo, siempre excusándolo al decir que era una
respuesta “exagerada” a la “amenaza guerrillera” –poniendo, de esta
manera, la historia colombiana de cabeza y distorsionando los eventos
[6]. En casos de excepcional honestidad, hasta han llegado a aplaudir
abiertamente al paramilitarismo [7]. Los crímenes paramilitares han sido
silenciados, trivializados, mistificados, ocultados, ignorados,
excusados, cuando no aplaudidos, en los medios, los que han ayudado, de
esta manera, a hacer más espesa la “noche y la niebla” al amparo de la
cual actúa el paramilitarismo [8].
De Javier Velasco,
el único detenido hasta el momento en relación al asesinato, se ha
dicho apenas que era un “delincuente común”[9]. Pero la práctica del
empalamiento no es una forma cualquiera de sadismo, sino que está
estrictamente asociada a la figura del paramilitarismo en Colombia. Es
una tortura normada, pautada, ritualizada y aprendida. No me cabe
ninguna duda que el asesino de Rosa Elvira Cely alguna relación ha
tenido con el paramilitarismo y con las bandas de “limpieza social”, los
ejércitos privados que la derecha tiene a su disposición para destruir
tejido social, imponer su control absoluto, imponer su visión retrógrada
y conservadora del mundo [10] y para hacer el trabajo sucio que no
siempre puede hacer el ejército abiertamente. Y no me cabe ninguna duda
que este muy posible vínculo no será investigado, ni estudiado, porque
jamás los medios colombianos ni los grupos de interés detrás de ellos,
les ha interesado generar verdadero rechazo al paramilitarismo en la
opinión pública [11]. Les basta con tomar un tibio distanciamiento
público, condenar sus “excesos”, la muerte de “inocentes” (daños
colaterales), mientras reproducen el discurso del “mal necesario”.
La
bestialidad de este crimen merece la justa indignación de toda persona
que tenga un poco de corazón: Todos somos Rosa Elvira Cely, todos
debemos repudiar enérgicamente este crimen. Pero los medios y las élites
que los controlan ponen el grito en el cielo no ante el crimen en sí,
sino ante el hecho de que el empalamiento se da por fuera del espacio en
el cual es “natural” que se diera: el marco del conflicto armado. Ponen
el grito de espanto porque la víctima no era ni un “marica” víctima de
la limpieza social, ni una “zorra malparida” que se acostaba con un
guerrillero. Porque el empalamiento ocurrió en el Parque Nacional y no
en una “zona roja”, en un municipio apartado en medio de la nada o en un
barrio paupérrimo. Porque esta bestialidad se realizó, en palabras de Meertens,
fuera de la “comunidad específica” a la que normalmente se victimiza de
esta manera ante el silencio cómplice de los medios y la mirada
indiferente o de aprobación incluso, de las élites que se siguen
enriqueciendo con la guerra y su lógica de apropiación de riquezas
mediante el despojo violento, el control de comunidades y territorios.
Por eso se horrorizaron tanto, pero esas mismas élites son las que
siguen creando los “Javier Velascos” que empalan, violan, descuartizan,
las que siguen apoyando y formando sus ejércitos mercenarios, las que
siguen haciendo de la muerte una de las industrias más prósperas en la
lacerada tierra colombiana. Esto no lo olvidemos ni por un minuto.
NOTAS
[1]
“Victims and Survivors of War in Colombia –Three Views of Gender
Relations” en “Violence in Colombia 1990-2000”, Ed. Charles Bergquist,
Ricardo Peñaranda, Gonzalo Sánchez, SR Books, 2001, p.154. La autora se
refiere al contexto de la “Violencia” de las décadas de 1940-1950, pero
consideramos que esta conclusión es igualmente válida para la campaña
paramilitar de la década de los ’80 hasta el presente.
[5]
El binomio paramilitarismo-ejército es, según informes de Medicina
Legal, responsable del 78% de los crímenes sexuales cometidos en el
marco del conflicto armado –de los cuales, el 63% sería responsabilidad
directa del ejército. Este elevado número nos habla de una práctica
sistemática y recurrente. Ver las memorias del foro “¿Para qué una política criminal sobre violencia sexual en Colombia?” (Noviembre 2011), p.6
Aún
así, es importante tener en cuenta que estas cifras oficiales son, con
toda certeza, una subvaloración de la estadística real, sea por la
tendencia a disminuir los abusos de la fuerza pública y exagerar los de
la insurgencia (algo común en la mayoría de las estadísticas oficiales),
sea por el bajo nivel de la denuncia: según un informe de la Defensoría
del Pueblo del 2008, el 81,7% de las personas desplazadas que sufrieron
abuso sexual no presentaron ninguna denuncia. Estas cifras son
consistentes con un estudio independiente, realizado el 2012 por Oxfam y
la Casa de la Mujer en una muestra representativa de mujeres, en la
cual el 82% de las que reconoció haber sido víctima de violencia sexual
no presentó ninguna forma de denuncia (Ibid). Según otro informe, sobre
la violencia sexual en el departamento del Magdalena y en los Montes de
María, se llega a la conclusión que “Los militares son de lejos los
principales responsables de ese delito, que cometían ‘en contextos
estratégicos’ de su conquista territorial y también de manera
‘oportunista’ para conseguir ‘satisfacción sexual’, pues el ‘desprecio
hacia las mujeres’ inculcado en sus filas (…) marcó esa conducta.”
[6]
En realidad, las guerrillas se forman hacia fines de los ‘40 como
respuesta (como grupos de autodefensa) por los desmanes y atropellos de
las escuadras conservadoras (antecesores de los modernos paramilitares)
en el campo colombiano.
[7] Ver la editorial de El Tiempo del 30 de julio de 1987.
[8]
Como prueba de ello, esta semana hubo una masacre paramilitar de cinco
personas en el municipio de Remedios (Antioquia), la cual apenas fue
“cubierta” con una escuálida nota de 120 míseras palabras (3 de junio).
Esto no fue una masacre, sino que un “ataque”, perpetrado no por
“terroristas” sino que por “desconocidos”. El medio informa de que en la
zona operan paramilitares y guerrilleros, dejando un manto de duda
sobre la autoría de la masacre, aún cuando todo el mundo sabe que fue un
ataque de los paramilitares: la masacre, de hecho, se realizó en un
local comunitario, centros sociales que frecuentemente son blancos de la
actividad paramilitar que se especializa en atacar toda forma de
organización popular. El Espectador no se atreve a denunciar al
paramilitarismo, sino que las aciones paramilitares siempre son
perpetradas por “desconocidos” –esto no es sino una manera de tejer el
manto de “noche y niebla” con la que operan estos ejércitos mercenarios
de la derecha política. Contrasta esta nota marcadamente con la
cobertura que reciben las acciones insurgentes en este mismo medio.
[10] Sicarios y descuartizadores suelen cargar rosarios y llevar siempre una oración a flor de labios
[11]
Prueba de ello es la distancia y ambigüedad con la que han asumido los
llamados a jornadas nacionales de protesta contra el paramilitarismo
(como la del 6 de marzo del 2008), que contrasta con el entusiasmo que
demuestran cada vez que hay algún pronunciamiento contra la insurgencia.
Cada vez veo muy lejos los acuerdos de paz para mi querido pais Colombia
ResponderEliminar