El mediodía de
ayer, en un tramo de la Autopista del Sol cercano a Chilpancingo, dos
estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa Raúl Isidro Burgos,
que participaban en un bloqueo carretero fueron asesinados a balazos
por elementos policiales o parapoliciales, cuya adscripción no ha sido
establecida. Lo que se sabe hasta ahora es que desde mediados de octubre
ese plantel se encuentra acéfalo y que los cerca de 500 jóvenes
inscritos en él no han tenido clases.
A finales del mes antepasado, el gobernador guerrerense Ángel Aguirre
Rivero se comprometió con ellos a incrementar la matrícula escolar, a
disminuir los promedios de ingreso y a otorgar plazas de docentes a los
egresados de la generación 2012. Como no cumplió, el pasado 13 de
noviembre los estudiantes realizaron un primer bloqueo, que fue
rápidamente disuelto por la Policía Federal (PF).
Hace una semana, y ante la falta de respuesta de las autoridades, los
estudiantes ocuparon momentáneamente varias radiodifusoras de la
capital estatal. Ayer volvieron a bloquear la Autopista del Sol;
contingentes de policías municipales, estatales y federales fueron
enviados a desalojarlos.
Ni las autoridades de Guerrero ni las federales han sido capaces de
informar de manera clara y puntual sobre lo ocurrido. Unas y otras
incurren en contradicciones y desmienten que los disparos homicidas
hayan procedido de sus respectivas fuerzas y prometen investigar lo
sucedido.
Urge que así sea, que el esclarecimiento llegue hasta sus últimas
consecuencias y que se castigue conforme a derecho a los autores
materiales e intelectuales de los homicidios. Pero más allá de esto,
este injustificable acto represivo muestra hasta qué punto se ha
erosionado el respeto a la vida humana en el país, cuán amenazados se
encuentran disidentes, opositores, activistas y manifestantes, y hasta
dónde han llegado las autoridades en su abandono de las formas correctas
de gobernar.
Si el gobierno local hubiese atendido –o cuando menos
escuchado– las demandas estudiantiles, las protestas no habrían tenido
lugar. Por otra parte, se ha afirmado que los estudiantes pretendieron
incendiar una gasolinera en el curso de su protesta y que impidieron el
tránsito en la autopista en la que tuvo lugar la refriega,
circunstancias que, ciertamente, habrían ameritado el uso de la fuerza
pública para desalojar a los manifestantes. Pero ésta debe recurrir a
los numerosos recursos de disuasión no letales con los que cuenta, desde
los escudos y toletes hasta los gases lacrimógenos y los chorros de
agua a presión. En cambio, el uso de armas de fuego contra jóvenes que
exigen montos adicionales para su presupuesto y mejores condiciones para
la educación, retrata en forma descarnada a un poder que ha perdido el
rumbo.
El asunto resulta doblemente exasperante si se considera que ese
poder, en todos sus niveles y con todos sus recursos de fuerza, ha sido
incapaz de poner un alto al sostenido deterioro de la seguridad pública y
de la ilegalidad, y que el pregonado empeño contra la delincuencia
organizada ha dado lugar a incontables atropellos contra la población.
Los gobernantes y la sociedad deben hacer conciencia sobre la
intrínseca inmoralidad de un modelo que por un lado,genera profundos y
extendidos descontentos sociales y que, acto seguido, pretende
suprimirlos mediante el abuso de la fuerza. Ese camino desemboca, a la
larga, en la desintegración nacional.
http://www.jornada.unam.mx/2011/12/13/edito
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