La inmunidad es un privilegio del que disfrutan diplomáticos,
legisladores y altos funcionarios de un gobierno para evitar ser
perseguidos judicialmente por motivos políticos; es decir, se establecen
previsiones especiales que hacen que dichos servidores públicos sean
sujetos a procedimientos legales excepcionales para protegerlos de una
persecución política. Esto no quiere decir que no pueden ser castigados
por sus acciones; únicamente que hay un procedimiento especial (juicio
de desafuero o juicio político) antes de enfrentar a los tribunales o
instancias ordinarias.
En el caso del presidente de la república, sin embargo, esta
inmunidad es prácticamente absoluta, pues el artículo 108 constitucional
señala que “durante el tiempo de su encargo, sólo podrá ser acusado por
traición a la patria y delitos graves del orden común”; y como además
no es mencionado en el artículo 110 como uno de los sujetos a juicio
político, resulta –así lo señala el diputado priista Arturo Zamora
Jiménez en la exposición de motivos de su iniciativa de reforma
presentada el 28 de septiembre de 2010-- que: “aparentemente el
presidente de la república sólo puede ser sujeto de responsabilidad
penal, pero nunca de responsabilidad política, de tal suerte que el
único procedimiento sancionatorio que podría incoarse contra el
presidente de la república es el de declaración de procedencia de juicio
penal”.
Esta inmunidad es motivo de reiteradas discusiones entre actores
políticos, impartidores de justicia, académicos y medios de
comunicación, especialmente cuando existe la resolución de un tribunal.
Tal es el caso del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la
Federación, el cual determinó que el presidente Felipe Calderón violó la
Constitución y la ley electoral al realizar propaganda gubernamental
durante el periodo de veda.
Asimismo, la inmunidad opera aunque exista evidencia de que la
llamada “guerra contra el narcotráfico” ha dejado más de 40 mil muertos,
muchos de ellos personas inocentes abatidas por miembros del Ejército o
la Marina por órdenes superiores de disparar contra cualquier vehículo
que tenga “los vidrios polarizados y los que están mugrosos, con lodo
pegado; eso quiere decir que anduvieron en la sierra o que no quieren
que los identifique el helicóptero”; similar a esta disposición es la de
“eliminar a todo aquel narcotraficante que sea desertor del Ejército o
que se haya dado de baja para colaborar con el crimen organizado”.
(Proceso 1804.)
Ambos hechos son incontrovertibles, y las responsabilidades directas
del presidente de la república están claramente identificadas. Sin
embargo, en el mejor de los casos no es clara la vía para que
eventualmente sea sancionado por ello, y, en el peor, simplemente no
existe vía.
En el primero de los casos, la violación a las disposiciones
constitucionales y electorales, dado que no implica distracción de
recursos públicos para la promoción personal o partidista, sino falta de
respeto a una veda, la responsabilidad del presidente es administrativa
o política, pero no penal y, por lo tanto, no puede pensarse en seguir
por este hecho la vía penal una vez que concluya su mandato.
En el segundo caso, dado que el artículo 89 constitucional lo faculta
“para disponer de la totalidad de la Fuerza Armada… (para preservar) la
seguridad interior…”, se le podrían fincar responsabilidades penales,
pero no será fácil demostrarlas y menos todavía que las órdenes fueron
emitidas directamente por él.
El tema, sin embargo, está presente, y esto es evidente en el cúmulo
de iniciativas pendientes de dictaminar en la Cámara de Diputados que
pretenden establecer las vías para sancionar al presidente de la
república. Vale la pena hacer una primera división de dichas vías:
aquéllas que optan por uno de los instrumentos de la democracia directa:
la revocación de mandato, como la forma de remover al presidente y
hacerlo sujeto de sanciones ulteriores; y aquéllas que involucran a los
otros dos poderes (Judicial y Legislativo), o al menos a uno.
En términos generales, en los regímenes presidenciales la revocación
del mandato no es la opción, particularmente por la inestabilidad
política que genera un proceso de esta naturaleza; en cambio, sí es una
opción en las instancias estatales para la remoción de gobernadores y
alcaldes, considerando que sus funciones son más de índole
administrativa.
Sin embargo, sí existen vías que pasan por el Congreso para remover a
los presidentes. Entre los casos más sonados de este tipo se encuentran
los impeachments en contra de los presidentes estadunidense Richard
Nixon y Bill Clinton, el primero por su participación en el llamado
Watergate, cuyo procedimiento se interrumpió porque Nixon dimitió a su
cargo; y el segundo, por falsedad de declaraciones al comparecer por el
escándalo sexual con Mónica Lewinsky, cargo del que finalmente fue
absuelto.
Otro de los casos fue la dimisión de Fernando Collor de Mello a la
presidencia brasileña, el 29 de diciembre de 1992, para tratar de evitar
un fallo en su contra del Congreso brasileño por presuntos actos de
corrupción. A pesar de su dimisión y de que el Tribunal Supremo Federal
de Brasil lo exoneró por falta de pruebas, el Congreso continuó con el
procedimiento y lo privó de sus derechos políticos por un periodo de
ocho años a partir de 1994.
Uno de los grandes pendientes de la construcción democrática en
México es el establecimiento de un sistema eficaz de rendición de
cuentas y, en el mismo, de las vías claras y eficaces para que los altos
funcionarios de gobierno (particularmente gobernadores, miembros del
gabinete presidencial y el mismo presidente de la república) puedan ser
sujetos a sanción por su responsabilidad administrativa, civil, penal y
política.
Por lo que se refiere a la figura del presidente, urge una reforma al
artículo 108 constitucional para permitir sancionarlo por violaciones a
la Constitución y a leyes federales, así como por la comisión de
delitos graves dolosos del orden común y federal; otra, al 110, para
establecer que el presidente será sujeto de juicio político por
violaciones graves a la Constitución, los tratados internacionales y las
leyes federales.
Y al abrir dichas posibilidades hay que establecer con precisión el
procedimiento que se seguirá en ambos casos (juicio político y juicio de
procedencia), que puede ser un mecanismo distinto al previsto para el
resto de los funcionarios, pero transitable.
Respecto al procedimiento, en términos generales, las disposiciones
en los países con régimen presidencial prevén la participación de ambas
cámaras, la de diputados como acusadora, es decir, la instancia
responsable de la integración del expediente, y la de senadores como
jurado de sentencia.
Lo cierto es que en esta materia hay mucho camino andado en el
derecho comparado, y en el mismo Congreso existe un gran número de
iniciativas de reforma que abordan el asunto. Así que los que en estos
momentos tienen la responsabilidad de acabar con la inmunidad absoluta
del presidente mexicano son los legisladores, pues con las actuales
disposiciones constitucionales es poco menos que imposible lograr una
sanción, incluso después de que termine su mandato.
Fuente, vìa :
http://www.proceso.com.mx/rv/modHome/detalleExclusiva/92206
http://www.proceso.com.mx/rv/modHome/detalleExclusiva/92206
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